El texto se deconstruye a
sí mismo.
Paul de Man
Toda lectura es una resta.
Sonia Mattalia
Fundamentación y objetivos
No una, sino muchas muertes (Buenos Aires: Embajada Cultural
Peruana, 1957) narra algunas horas en la vida de Maruja, su
protagonista, una joven de dicesisiete años que encabeza una suerte
de golpe de estado contra su empleadora, la Vieja, desde sus primeros
pensamientos e intuiciones, las
distintas decisiones vitales y prácticas que acomete, hasta el
posterior fracaso de su plan y, paradójicamente, su victoria, al
menos ante sí misma, como persona coherente entre sus deseos, su
ética particular y sus acciones, además de llena de fuerza para
enfrentar el resto de su vida.
El autor, Enrique Congrains Martín (Lima, 1932 — Cochabamba,
2009), ha declarado en una entrevista de 1971 que:
«quise que mi novela se consagrara al tema de la mujer […]. Maruja es la más inexistente de todas las mujeres que podía ofrecer la realidad peruana que yo descubría entonces […]. Al elegir como protagonista de mi novela a un personaje tan conscientemente opuesto a cualquier prototipo o arquetipo que brindara la realidad, lo que yo hacía en el fondo, era tratar de denunciar la situación de la mujer peruana… y al mismo tiempo burlarme de los patrones femeninos convencionales… y al mismo tiempo quería decir, más o menos, “éstas son las verdaderas posibilidades de realización de una mujer” o “una mujer debe atreverse a todo, a absolutamente todo”» (Luchting, 1974: 33-34).
Desentrañar, o no, si efectivamente Maruja es un personaje «opuesto a cualquier prototipo o arquetipo que brindara la realidad» (esta afirmación es compleja en sí misma, por otra parte, quizás hasta contradictoria), ante la imposibilidad de manejar estudios sociológicos o antropológicos, no es una tarea que pueda resolverse en el presente trabajo.
Maruja es considerada por distintas fuentes como un fascinante y complejo personaje femenino en la literatura peruana. Gnutzmann (2007: 125) afirma de ella que «concentra todas sus fuerzas en la lucha y las palabras clave que la definen son “voluntad”, “iniciativa” y “coraje”». Luchting (1977: 66-67) afirma que «representa una mujer absolutamente imposible en el Perú de aquellos años)» y que es una «heroína» (1974: 7). Vargas Llosa (1975: 12) explicita la calina de su imaginario al sostener que, a Maruja, «una [sic] la adivina (el narrador tiene la malicia de no decir palabra sobre su físico)1 terriblemente bonita». Miguel Gutiérrez (2008: 39) es taxativo cuando afirma que Maruja es «[…] quizás el personaje femenino más fascinante creado por los narradores del 50 […]». Antonio dos Santos (2010: 150) describe a Maruja de esta forma:
[…] una protagonista, que vive en un ambiente estrecho e inhumano, varios de los problemas que afectan al ser humano, principalmente al hombre moderno: angustia frente a sí mismo y frente al mundo, situación dramática entre dos llamadas (la del gregarismo y la de la elección personal), la disposición a darse o a negarse, y la capacidad de crecer desde sí mismo participando de los otros.
La
novela narra, también, la historia de un desengaño, de un tránsito
interior de su protagonista, desde una posición subordinada y
dependiente, hasta la soledad, la independencia y la coherencia. Un
tránsito para el cual parece indispensable la más absoluta derrota
de sus planes unida al también absoluto desamparo: sin medios de
vida, sin botín, sin planes concretos de futuro, herida quizás
gravemente, abandonada y abandonando a los hombres con los que se
confabuló, pero habiendo «terminado el entrenamiento, la educación
de sus manos […] sin desviarse a ningún lado, […] [avanzando]
hacia el mundo de barro y cemento que siempre bordeara, observando y
midiendo de lejos (p. 196)».2
Así pues, el presente trabajo
se centrará en la personalidad y motivaciones de Maruja, su relación
con ella misma y con el resto de personajes, incidiendo especialmente
en los roles de género que se desprenden de estas relaciones y hasta
qué punto son subvertidos, utilizados o víctimas de ellos. También
se indicarán algunos elementos simbólicos desarrollados en el texto
de Congrains, los cuales están relacionados con los puntos
anteriores.
Maruja, mujer macho
Maruja es una menor de edad, tiene diecisiete años. Ha sido
repudiada por su madre (p. 21)
:«—“Es bien sufrido haber llegado a la edad ésta, y tener en casa a una muchacha como tú, y ponerse a pensar en lo que una era antes”— decía en momentos de mayor serenidad, alternando con frases más violentas que surgían incontenibles, necesarias, urgentes».
Maruja ha sido abandonada, también, por el negro Manuel, «el
primero en arrancarle gemidos durante el amor» (p. 20), el hombre
más importante que ha habido en su vida y modelo de conducta y de
hombría para ella (Lutching, 1974: 23): «A Manuel no lo agarrarían
así» (p. 17) piensa Maruja al comienzo de la novela ante la primera
de las humillaciones que sufre Alejandro, el primero de los
personajes masculinos en los que ésta intenta apoyarse y transformar
para llevar a cabo sus planes, que en ese momento aún no están
claros en su mente pero que acabarán en la toma del lavadero de
pomos donde trabaja; «—Manuel no le decía a nadie cómo hacía
para encontrar y traer a los locos, pero de tanto estar con él
terminé sabiendo todos sus secretos» (p. 86) explica a Alejandro,
quien se mantiene siempre escéptico ante sus planes. Maruja instruye
a Alejandro, escéptico, también, acerca de las posibilidades que
tiene éste de enfrentar a su grupo (p. 87):
«—Peleas sobre tu sitio —le sugirió, recordando cómo el negro Manuel, cierto domingo en la playa del Agua Dulce, se mantuvo, con un pie puesto encima de un billete de cincuenta soles, aguantando las arremetidas de un marinero» […].
Cuando planean el asalto al lavadero, Maruja explica la forma de
deshacerse de los perros bravos que lo cuidan, método que ha visto
llevado a cabo por el negro Manuel (p. 138):
«—Claro —dijo Maruja—. Pero sólo hay una manera de hacerlo: corres con un pañuelo en la mano, como si llevaras algo robado, y entonces los perros, en vez de morderte por atrás, te van a sobrepasar para atacarte de costado. En ese momento te plantas en el sitio que estás y empiezas con la chaveta, dejando que el perro, con el impulso que tiene, mordisquee un poco el aire. Así unas tres o cuatro veces hasta que el perro ya no pueda más. Todo el secreto está en que tú puedas parar más rápido que el perro».
De todos modos, a pesar de que
durante la práctica totalidad de la novela Maruja busca un hombre en
el cual apoyarse, al cual transformar y con quien mantener una
relación simbiótica, equilibrada, al comprobar que ninguno de los
hombres con los que se ha relacionado comparte con ella su visión,
no duda en seguir su camino en soledad, desdeñando incluso del negro
Manuel, a quien despide enmascarándose «detrás de una sonrisa»
cerrando su piel, «conservando dentro suyo el fuego», a salvo «su
vuelo», «su estatura de metal» (p. 200).
Gnutzmann (p. 124) afirma de Maruja que es «una mujer, más “macho”
que los hombres que la rodean y que pretenden dominarla o violarla».
Éste es un dato clave para la comprensión del personaje. El
narrador explica que Maruja (p. 76):
«Iría tras el grupo [al que pertenece Alejandro] en procura de alcanzar una jerarquía digna y útil, cooperando de igual a igual en la búsqueda de locos, influyendo en las tendencias y propósitos que sostendrían la trabazón interna de esa especie de hermandad apta para el triunfo, y finalmente, decidió ella, sus palabras y actos, en el caso de que su sola presencia resultara insuficiente, servirían para señalar las rutas directas hacia arriba y para eludir los blandos caminos equívocos».
Es cierto que Maruja interactúa con los hombres «jugando en su
terreno» hasta el punto de que, efectivamente, llega a ser «una
mujer, más “macho”» que los muchachos de la banda que acaba
liderando durante unas horas. Esto se presenta claramente cuando
desafía a un duelo con chavetas a uno de los líderes que se van
imponiendo dentro de la banda, el Michi, quien, pese a haber ganado
su posición mediante la violencia, precisamente imponiendo su propia
arma sobre el líder anterior, cede sin luchar ante la enorme
voluntad desplegada por Maruja durante la escena que ésta lo desafía
(pp. 171-172).
El juego permanente con la indeterminación que lleva a cabo Maruja
frente al grupo de muchachos se explicita desde su primer encuentro
con éstos: Maruja aprovecha la escasa visibilidad del basural para
que los muchachos la persigan creyendo que es uno de ellos (p. 108).
Si es cierto que «la
mujer no tiene un lenguaje suyo, sino que más bien utiliza el
lenguaje del otro» (Cavarero, 1987: 180), Maruja cuando consigue los
mayores niveles de concreción de sus objetivos es cuando acierta con
más precisión en la elección de sus palabras, ya sea por ubicar su
lenguaje en un registro «más “macho”» que el de los personajes
masculinos, o bien por decir lo que los hombres esperan que diga
Maruja siendo mujer: darles la razón, aceptar sus puntos de vista
como los mejores, más razonables, palabras y actitudes que actúan
como un bálsamo en sus estados de ánimo.
De este modo, no es sólo mediante el «atributo masculino» de la
violencia que Maruja consigue imponer su voluntad. Maruja siempre es
consciente de qué es lo que esperan de una mujer los personajes
masculinos, y lo utiliza en su favor. Al final de la novela, cuando
ya ha comprobado que ninguno de los hombres comparte su proyecto a
largo plazo sino que agotan su voluntad en la inmediatez del botín
que pueden quitarle al Zambo si es que consiguen cortar su huida,
despide a los hombres alagando sus egos, dándoles la razón,
presentando como una simple humorada de su parte el haber insistido
en que lo único importante era la puesta en marcha del lavadero de
pomos propio. Toma el pelo y se quita de encima, de esta forma,
primero a Fico (p. 196) y finalmente al negro Manuel (p. 200).
Maruja
manipula su condición de «sujeto femenino» frente al grupo de
muchachos, a veces ocultando tal condición, con lo que consigue
igualarse a los muchachos o evitar ser su víctima o, exacerbándola,
colmándola de tópico.
La escena en la cual el grupo de muchachos, cuando recién acaban de
conocerla, se convence de violarla en grupo, es ilustrativa de la
consciencia de sí misma y de lo que representa que posee Maruja. En
cuanto surge la idea, el deseo de violar a Maruja se va haciendo más
imperioso en diversos integrantes de la banda. A este deseo, Maruja
opone su sangre fría, transformando la segura violación colectiva
en una moneda de cambio que ella ofrece a sus captores primero y,
después, en un acto anodino, casi burocrático, un acto desligado
del deseo sexual o de dominación y que, finalmente, jamás llega a
producirse:
«—No —dijo Maruja, trabando a Juan, a Pepe—. Hay una cosa mejor que podríamos hacer. Mejor que hacerle daño a Fico, mejor que ponernos a jugar al fusilico, mucho mejor que las cuarenta libras del loco» (p. 120). […] «—Si la cosa se va al diablo —dijo entonces Maruja—, se desquitan conmigo haciendo ese fusilico que quieren» (p. 124). «—¡Asegúrales a tus compañeros que van a sacar treinta libras, y yo me dejo hacer todo el fusilico que quieran! —vociferó, sintiendo que no arrojaba palabras sino piedras—. ¡Asegura las treinta libras y estamos a tus órdenes! ¡Asegura que cada uno va a sacar treinta libras y yo soy la primera persona en ayudarte!» (p. 130).
No hay que perder de vista, también, que el autor afirma, ya en
1971, que (Luchting, 1974: 39): «Insisto en que Maruja no quiere ser
un hombre sino un ser humano “total”. Inevitablemente, esto le
hace coincidir con el arquetipo de comportamiento masculino».
Mujer contra mujer
La
condición femenina de Maruja funciona casi sistemáticamente como un
handicap
a la hora de relacionarse y de llevar a cabo sus planes. Como se ha
visto, la madre no soporta tener «una muchacha como tú»,
afirmación cuya resonancia es inequívoca para el lector que sabe
que Maruja es activa sexualmente. El ayudante de la Vieja, el Zambo,
es gráfico en la escena en que su empleadora despide a Maruja del
lavadero (p. 103): «—¡Putitas de mierda que joden el lavadero, ya
no, carajo!». El grupo de Alejandro, como se ha visto, ante la
desaparición de éste y la ausencia de pago por el loco que arreó
hasta el lavadero de la Vieja, toma la decisión de violarla en forma
colectiva (p. 118):
«—Para que no creas que nos olvidamos que llevas faldas —dijo El Michi—, te vamos a hacer el fusilico. Vamos a ver cómo quedas después que todos nos pasemos por ahí —y con un afiebrado movimiento de cejas señaló hacia su cuerpo» […].
Cuando Maruja y Alejandro están a punto de consumar la agresión
sexual, un loco los descubre fortuitamente y reacciona con violencia
ante la desnudez de Maruja, actitud que se contagia al resto de locos
y que obliga a la protagonista a escapar sin poder cubrirse. La
reacción del loco es sintomática (pp. 69-70):
«—¿Mujer, no? —preguntaba el loco a gritos, más a él mismo, a sus embrollados recuerdos, que a ella—. ¡Mujer! ¡Mujer, acá! ¡Mujer, acá! —estalló, bamboleándose y golpeando ferozmente sus muslos con los puños cerrados, impetuosos en su bajar y subir».
Maruja huye del loco que
avanza hacia ella; tiene que saltar una cerca y cae entre los
infinitos desperdicios que cubren el basural. Acaba en el cauce del
acequión, recuperando la conciencia de sí después de rodar hasta
el agua, después de sentir en su cuerpo el «fuerte olor a cosa
fermentada» (p. 70) que la basura ha impreso sobre su piel.
Después de este episodio en
el cual su condición de mujer la expone, incluso, a ser maltratada
por un hombre discapacitado que apenas es dueño de sus actos, Maruja
se encuentra sola, desamparada, desnuda, perdida sobre un basural en
el cual, por momentos, ni siquiera le es posible hacer pie sin
abrasarse por la quemazón interna de los desperdicios. Maruja demora
bastante en adquirir consciencia de su propia desnudez (p. 72), en un
estado en el que ni siquiera siente dolor por las múltiples
laceraciones de la basura sobre su piel (p. 71).
A pesar de que, al tomar
consciencia de su desnudez «su búsqueda [de basura útil para
cubrirse] se hizo rápida, astuta, fervorosa» (p. 72) no puede
evitar que un personaje del basural, el barbón, la descubra e
intente atraparla, llamándola primero alegremente y, al comprobar
que Maruja era más rápida que él, con «pena y desilución» (p.
73). El barbón la llama siempre con el nombre de «Juanita», sin
que llegue a explicarse el motivo de ello.
Una igualdad imposible
La búsqueda del hombre con el cual igualarse lleva a Maruja a
relacionarse, sobre todo, con el negro Manuel y con Alejandro. Ambos
hombres, profundamente diferentes entre sí, no sólo no llegan a
igualarse con Maruja sino que, en realidad, son álter egos opuestos
de ella, situación que se refuerza, también, mediante el simbolismo
de la oposición de acciones y consecuencias simétricas.
Las personalidades del negro Manuel y Alejandro no pueden ser más
disímiles. El primero es un hombre hábil, resoluto y experimentado
(p. 43); el segundo, a despecho de las primeras impresiones que ha
tenido Maruja, engañada por su desarrollo físico y la violencia con
que trata a un loco (pp. 14-15), resulta ser un completo pusilánime.
Ambos hombres, sin embargo, comparten el hecho de que sus destinos y
acciones son opuestos a los de Maruja:
-
Si el negro Manuel es capaz de pelearse a chavetazos con un marinero, fría y eficientemente, y llenarle los brazos de cortes a cada embestida (p. 88), Maruja acaba con su propio brazo destrozado bajo los dientes de uno de los perros de la Vieja al que consigue matar en un último esfuerzo desesperado durante la toma del lavadero de pomos (pp. 139/141).
-
Si Maruja, dominada por el deseo sexual, que en ella es una de las dos caras de la voluntad, exhibe a Alejandro su vagina entre «sus inconexas piernas» después de dejar caer su falda (p. 69), intentando «guiar su vista hacia lo que rehuía mirar con tanta obstinación» (p. 77), Alejandro le enseña, descaradamente, buscando su compasión, culpándola tácitamente de ello, una herida infamante que, sobre su frente, uno de los compañeros del grupo le ha infligido como una certificación de sus defectos (pp. 77/79).
-
Maruja es coherente entre sus deseos y sus acciones, tanto por actitud como por imposibilidad de no serlo; asume la iniciativa, juega un papel activo, transita de forma casi perfectamente recta el camino que de las acciones llevan hasta la consumación de los deseos hasta que, finalmente, consuma el acto sexual con Alejandro, quien era virgen antes de conocerla (p. 91). Alejandro acomete, espasmódico, distintas gestualidades simbólicas del coito cuando la ansiedad lo sobrepasa: pisa con fuerza el techo de la terraza (la «covachita»), donde Maruja lo ha llevado, hasta hacer un agujero en el mismo (p. 46); agarra una rama y azota el aire (p. 48) hasta dejarla «atravesada sobre la tapia» (p. 49); realiza paseos repetidos, simétricos, en un espacio cerrado (p. 65); se pasa un pomo arrojándolo de mano en mano con movimientos cada vez más amplios (p. 67).
La búsqueda de un hombre igual a ella se presenta, para Maruja, como
un imposible. Los hombres huyen, como Alejandro, o se van, como el
negro Manuel; ella se queda. Los hombres agotan su voluntad en la
inmediatez; Maruja, la alimenta con el futuro.
Simbología
La novela está cargada de
simbolismo, el cual se va presentando metódicamente a la mirada del
lector.
Si
bien es cierto que el texto de Congrains no ha generado una displasia
crítica a la altura de otros más ricos simbólicamente —No
una, sino muchas muertes
no es La
metamorfosis—,
lo cierto es que encierra en las poco más de doscientas páginas de
la edición original una siempre posible lectura doble de cada suceso
que presenta al lector. Y esto se cumple incluso a pesar del
narrador, intrusivo según varios trabajos críticos (Luchting, 1974;
Vargas Llosa, 1975; Shaw, 1981), y del mismo escritor, quien
reiteradas veces ha explicado, cuando se lo han preguntado, las
historias secretas que pretendió encerrar en su novela.
Resulta cuanto menos curioso
que los textos críticos con respecto a la misma adolezcan, en
algunos casos, de severas faltas de atención con respecto a este
elemento esencial de la historia.
Vargas Llosa, en su prólogo a la edición española de 1975, se
muestra ciego a la simbología de la novela, llegando incluso a
negarla; Donald Shaw (1981: 190) informa que el texto destaca por la
«riqueza de su simbología» pero que «no cabe duda que tal
simbología resulta a veces excesivamente obvia y falta de
polivalencia»; Lutching (1974: 57), por momentos más analítico y
certero, afirma que:
«todos [los símbolos] son siempre muy discretos y funcionan sobre por lo menos dos niveles, como es la naturaleza de un símbolo literario: en el nivel de las circunstancias de la historia que se narra, y en el de sus ecos en la superestructura de la novela».
En este caso tampoco debe
perderse de vista que incluso el mismo autor de la novela se muestra
dubitativo acerca del valor simbólico de algunos elementos del
texto. Así pues, con respecto al que parece ser uno de los más
claros símbolos fálicos utilizados en la construcción alegórica
del texto, el tubo fluorescente, Enrique Congrains afirma en 1971 que
(Luchting, 1974: 43): «hasta donde recuerdo, y hasta donde puedo
bucear en mi subconciente, no creo que el tubo fluorescente sea un
símbolo fálico […]».
Dejando
de lado estos antecedentes, si los dos rasgos de la determinación de
Maruja son su voluntad y su deseo («sus antiguos razonamientos y la
exigencia de sus más auténticos deseos», según explica el
narrador durante la presentación del personaje (p. 11); una
«criatura
de 17 años, llena de los deseos sexuales que desagota sobre
cualquier basural y del ansia de poder que circunscribe a las leyes
del mundo que habita: un lavadero de botellas que explota veinte
locos dirigidos por una vieja avara» [Ainsa, 1968: 63]),
la elección de lo que éste elige describir de su cuerpo e
indumentaria, a despecho del inventario de ocurrencias que Vargas
Llosa registra en letras de molde en 1975, no puede tener mayor carga
simbólica.3
De la vestimenta de Maruja, sólo dos datos nos suministra el
narrador: que lleva una «gorrita roja» (p. 9) y una «verde falda»
(p. 70). Luchting (1974: 58) se limita sólo a señalar este hecho,
comentando que:
«sobre algunos de estos elementos simbólicos sólo podría conjeturar: las dos heridas, por ejemplo, la de Maruja y la de Alejandro;4 el polvo rojo (¿el polvo, rojo por lo demás, que levanta una sublevación?); la gorrita roja (¿es como la gorra frigia de la Revolución Francesa, de aquella precisamente que trajo al poder al burgués?), la falda verde (tanto como esparadrapo de Alejandro cuanto como vestimenta de Maruja) […].
Ambos colores, el rojo y el
verde, quizás simbolizan la racionalidad y el deseo de Maruja, por
lo que la elección de qué color lleva cada prenda de ropa puede ser
intencionada.
El verde simbolizaría el
atavismo, los instintos, una cara de la determinación de Maruja. No
en vano tiene Maruja una de sus dos «covachitas», donde acaba
consumando el acto sexual largamente postergado con Alejandro, en
medio del matorral más salvaje. La falda verde de Maruja, del mismo
color que el matorral, cubre uno de los motores que alimentan su
voluntad, su propio sexo. La identificación con la naturaleza en
Maruja la lleva al punto, por ejemplo, de que cuando la embarga «la
más pura alegría su boca se inundaba de jugos silvestres» (p.
197).
El rojo simbolizaría las
ideas de Maruja, desde que nacen en su mente, aún difusas (la
«gorrita roja» de Maruja es nombrada insistentemente, durante
varias páginas, mientras ésta va aprehendiendo el plan que se forma
en su mente [pp. 59-61]), hasta que culminan en el secuestro del
grupo de locos y su desplazamiento hasta la fábrica de ladrillos
abandonada, donde el rojo invade el espacio y el aire y se comporta
como las llamas de un incendio.
En este sentido, no es ociosa,
aunque quizás peque de redundante, que Francisco José Lombardi, en
su adaptación al cine rodada en 1983, haya decidido por título el
de «Maruja en el infierno».
Tampoco parece ociosa la forma
en que Alejandro se interesa por la gorrita de Maruja mientras sopesa
sus palabras, la forma en que juguetea con ella, en que introduce un
dedo y la hace dar vueltas, hasta que la arroja, nuevamente, sobre
las piernas de Maruja.
Cuando Maruja se decide a
presentar sus planes aún embrionarios a Alejandro, la primera
interacción que realiza con él es quitarse su gorrita roja y
entregarla a Alejandro (p. 59). Ordena a Alejandro que se limpie el
polvo que lo cubre con su gorrita (acaba de ser humillado por un
compañero del grupo, Fico, [pp. 55-59]). Alejandro, sencillamente
«hizo girar la gorrita sobre la punta de su índice y luego la dejó
caer sobre sus piernas [de Maruja]» (p. 60). Maruja se obstina en
que Alejandro se quite la suciedad de encima, mientras sigue
explicándose, de modo que vuelve a entregar su gorrita roja a
Alejandro, quien, nuevamente, sólo juega con ella, haciéndola girar
entre sus dedos (p. 60). Después de un tercer intento, consigue que
Alejandro acceda a limpiarse con la gorrita roja, quien:
«con golpes monótonos, como si el espanto o el deseo pertenecieran al dominio de otra raza, fue sacudiendo su pantalón y su camisa, incorporando al color rojo de la gorrita el persistente polvo del camino» (pp. 60-61).
Por el contexto de esa escena
es evidente que Alejandro expone a Maruja su nulo interés en
quitarse de encima el polvo que certifica su propia pusilanimidad, lo
cual funciona como estrategia para evitar el contacto sexual con
ella, ya que Alejandro aún es virgen y la posibilidad de dejar de
serlo le produce terror, habida cuenta de sus experiencias negativas
en el terreno sexual y su propia cobardía. Pero también, la actitud
de Alejandro, funciona simbólicamente de otra manera, bien
diferente. Aceptando que el dedo índice es, voluntaria o
involuntariamente, un símbolo fálico que el narrador incorpora a la
escena, el hecho de que Alejandro introduzca su dedo dentro de la
gorrita roja de Maruja, prenda que representa sus planes y su
infierno, y juguetee con ella, representaría la poca estima que en
los hombres de la novela despiertan los planes de Maruja y Maruja
misma. Alejandro se resiste a seguir a Maruja, a comprender sus
puntos de vista y a apoyarla. Juguetea con la gorrita roja de Maruja
y sólo en última instancia, después de repetidos intentos, accede
a limpiarse con ella, y tal acción incorpora a la gorrita el polvo
que cubre a Alejandro, ensucia sus planes, los arruina.
Alejandro, pocas páginas
después, desaparece de la vida de Maruja (pp. 93-96).
Maruja en el infierno
Como
novela de formación que es No
una, sino muchas muertes,
la evolución de la personalidad de Maruja no es sino un descenso a
los infiernos, desde las primeras y difusas intuiciones hasta la
culminación de un plan para el que fue necesario una completa
desconexión de Maruja de sus sentimientos, su capacidad para la
compasión.
Al final de la novela, nada
queda de la Maruja de la que el lector sabe, mediante una analepsis,
que «permitía que sus amigos la abrazaran sólo por demostrarles su
aprecio, su sincera camaradería» (pp. 11-12), que tenía «la
costumbre de darse a cualquier amigo que le resultara simpático»
primero, y después «elegía aquéllos en los que adivinaba el
complemento de alguna forma de cariño hacia ella, y posteriormente
hizo lo posible para que al cariño se sumara el mérito de valores
especiales en su enamorado» (p. 21) o que «sus propios pensamientos
no apuntaban hacia ninguna dirección precisa, a la inversa de la
exactitud con que la conducían sus deseos» (p. 19) y que ha
sometido la existencia de sus últimos dos años de vida al
enriquecimiento de otro, la Vieja (p. 20).
Cuando Maruja, ya sola,
independiente y autosuficiente, avanza a la búsqueda de su futuro
con la única y «dura compañía de esas manos acrecentadas que la
jornada le había ido labrando incesantemente» (p. 201), se ha
confirmado como un personaje incapaz para la compasión (contempla
indiferente el cadáver degollado de la Vieja; mata a cuchilladas a
un perro, hundiendo su chaveta y sus mismas manos en el cuerpo del
animal), movido únicamente por su capacidad de tomar decisiones y
ser coherente con ellas hasta sus últimas consecuencias. Las
reminicencias sartreanas no pueden ser más evidentes en un
personaje, como Maruja, que se aferra a sus decisiones para no
desaparecer, para quitar de su vida la angustia y la servidumbre que
se enseñorean sobre ella al principio de la historia.
Estableciendo, entonces, que
Maruja acomete un descenso a los infiernos, el fuego también
adquiere carga simbólica. El basural, que es donde empieza la novela
y donde Maruja tiene las intuiciones que la llevan a convertirse en
una «delincuente» (Ofogo Nkama, 1994: 187), arde profundamente con
un fuego que lo consume y lo fermenta, que emerge aquí y allá,
humeando y haciendo muchas veces imposible el tránsito sobre los
desperdicios. El basural, «efervescente de moscas», es «presa
lenta de un fuego triste y reposado» (p. 10). Maruja, llevando una
carga de cáscaras de naranja con las que la Vieja alimenta a sus
esclavos locos, emergiendo «del humo que cubre gran parte del
basural» (p. 9) comprende sobre el basural el sinsentido de su
propia existencia al servicio de otros, cuando su compañera de
trabajo, Berta, la azuza insistente y futilmente a una carrera sin
incentivos, una competición doblemente absurda, por la inutilidad de
la acción y porque su resultado es sabido de antemano por Maruja,
que se sabe más rápida.
Además de la vestimenta de
Maruja, el narrador también describe su cuerpo. Ofrece un dato
anecdótico sobre sus ojos (que los tiene achinados) y, sobre sus
pechos, ofrece datos funcionales a la construcción del personaje.
Por dos veces el lector recibe información sobre los pechos de
Maruja. Primero, al arrimarse ésta al cuerpo de Alejandro (pp.
88-89):
«Se aproximó, hundiendo sus duros senos en el pecho de él, dispuesta a abarcar con palabras las copiosas y nutridas razones que en los últimos años habían proliferado en sus manos impacientes».
No parece necesario explicar
las reminiscencias que deben producir en el lector la unión de los
adjetivos «copiosas y nutridas» a los «duros senos» de Maruja.
La segunda descripción de los
senos de Maruja se desarrolla en una escena en la que la protagonista
se halla frente al grupo y el narrador confía a aquéllos, como
personaje colectivo, la adjetivación y la alegoría. El grupo ha
perseguido a Maruja por el basural, en medio de la humareda que casi
no permite distinguir nada, creyendo que en realidad ella era un
integrante del grupo (Fico o Alejandro) al que querían prender para
castigarlo, porque sospechan que han negociado con impericia con la
Vieja por el pago del loco, o bien que están intentando quedarse con
el dinero.
Los senos de Maruja se presentan como duros y apuntando hacia
adelante, estirando la camiseta que lleva hasta el punto de que
parece que la tela está por rasgarse (p. 108):
«El primero de los muchachos llegó jadeando y se detuvo sobre el mismo borde del barranquito, estupefacto al descubrir su rostro y su cuerpo de mujer, y entonces volteó hacia los que venían atrás, como si juntos, deliberando, pudieran encontrar una versión coherente y lógica que explicara cómo Fico y Alejandro, fugitivos y ladrones y traidores, se habían convertido en una muchacha de gorrita roja y sonrientes ojos achinados, y más que ninguna otra cosa, de potentes pechos que brotaban hacia adelante, exigiendo y tensando la blusita que caía sobre su falda».
Los senos duros de Maruja
pertenecen, también, a una de las varias oposiciones simbólicas
presentes en el texto: lo «blando», identificado con el fracaso y
la cobardía, y lo «duro», fundamentalmente la valentía (Luchting,
1974). Luchting señala largamente la oposición «subir»/«bajar»
(también «arriba»/«abajo»), siendo «subir» todo lo relacionado
con la coherencia y, también, la valentía.
La mujer o la revolución
Los cobardes mueren muchas
veces antes de su verdadera muerte;
los valientes prueban la
muerte sólo una vez.
William Shakespeare
Luchting,
en sus extensos trabajos sobre esta novela (1974; 1977), centra su
atención en la alegoría que el texto encierra. El crítico alemán
sostiene que el mismo funciona como una alegoría de la lucha
revolucionaria por la liberación del proletariado. A propósito de
esta dimensión interpretativa, tengo que señalar que, en tanto
declarada alegoría de la revolución socialista (Luchting, 1977:
69), sus intencionalidades podrían emparentarse con algunos de los
principios esgrimidos por el realismo socialista.5
Este hecho es curioso, ya que el escritor era de conocida filiación
trotskista (Gnutzmann, 2007: 124).
Congrains no niega esta interpretación, sino todo lo contrario:
explica qué simboliza cada uno de los personajes más significativos
en su representación alegórica del sistema de producción
capitalista y de la lucha de clases (Luchting, 1977: 69):
«WAL: ¿Qué dice de mi interpretación de su novela como una alegoría o parábola del fenómeno de una revolución, sublevación, incluso rebelión “armada”?ECM: Alegoría revolucionaria. Naturalmente sí. Pero, en primer lugar, insisto, mi novela es una alegoría sobre la rebelión de la mujer. Ahora bien, como es inconcebible una rebelión femenina que no transtorne a la sociedad toda, evidentemente estaba planteando la necesidad de enfrentarse al Perú oficial, el Perú de siempre.En mi opinión, Maruja propone el siguiente programa: conquistar los medios de producción. (Naturalmente, como bien lo señala usted, fracasa).En mi novela, Maruja y el grupo de muchachos representan al trabajo; la vieja representa la clase empresarial; el zambo es la burocracia administradora; y los locos son los bienes de capital, los medios de producción, la maquinaria. (Obsérvese a propósito de esto, cómo los locos no juegan ningún papel, cómo son simple decorado, un punto de referencia, un valor económico)».
Para Congrains, entonces, la liberación de la mujer pasa por la
liberación sin más apostillas. Vargas Llosa y Luchting no parecen
poder evitar la hipérbole al tratar esta cuestión, la del
feminismo:
«El libro tiene otros aspectos originales; uno de ellos, que no parece haber sido premeditado, es la naturaleza vaginal de la sociedad ficticia. Pienso que cierto tipo de militantes feministas leerán con simpatía este libro y quizás añadan al variado curriculum vitae de Enrique Congrains el de patricinador avant la lettre de Women's Lib. Su novela, en efecto, no sólo es un testimonio sobre algo existente, una realidad que todavía lacera el Perú y buena parte del planeta (los enclaves marginales, la sociedad lumpen). También es un mundo soberano, en el que el mundo real se halla, debido a una manipulación infiel de los materiales que le han sido usurpados, a una combinación falaz de los datos reales, negado […]. El auténtico “héroe de la historia es la mujer […]. [Maruja es] Una auténtica liberada, en el sentido que darían a este concepto una Valerie Solanis [sic por Solanas] (la fundadora de SCUM, Society for Cutting Up Men/Sociedad para Castrar a los Hombres) […]» (Vargas Llosa, 1975: 11-12). |
Según Congrains (Luchting, 1974: 33/35):
«[…] quise que mi novela se consagrara al tema de la mujer […]. Maruja es la más inexistente de todas las mujeres que podía ofrecer la realidad peruana que yo descubría entonces […]. Lo que yo hacía en el fondo, era tratar de denunciar la situación de la mujer peruana… y al mismo tiempo burlarme de los patrones femeninos convencionales… y al mismo tiempo quería decir, más o menos, “éstas son las verdaderas posibilidades de realización de una mujer” o “una mujer debe atreverse a todo, absolutamente a todo” […]. Lo que hace Maruja es rebelarse contra las limitaciones a que la condenaba su sexo, y alcanzar su verdadera dimensión humana».
En definitiva, Maruja es una suerte de flor de fango/pantano
revisitada, subvertida. No pide a ningún cantor que cante a su
belleza en medio de la basura o el lodo ni, mucho menos, que se
apiade de ella.
Maruja se mantiene incólume en medio del basural. Podía perderse,
pero descubrió a tiempo que la única salvación era la coherencia
entre sus pensamientos y la acción: «una suerte de peregrinación
hacia el santuario de un dios desconocido que por fin se revela como
una búsqueda de sí misma» (Shaw, 1981: 190).
Si es cierto, como apuntábamos antes, que el tubo fluorescente
representa un símbolo fálico, también puede representar a la
propia Maruja (Shaw, 1981: 190). El narrador informa que Maruja toma
inspiración del tubo, que le da «una pauta a sus ideas para que, a
su vez, supervivieran» (p. 19). La «absurda sobrevivencia» (p. 19)
del tubo en medio de un basural donde todo está perdido, roto y,
casi siempre, inservible, puede representar a la protagonista, que
sabe conservar siempre su muy particular pureza, incluso pagando el
precio de que sus planes se vayan al garete (el barbón rompe el tubo
fluorescente cuando comienza la debacle [p. 186]).
Conclusión
Maruja en el infierno es una novela con múltiples lecturas.
El texto todo encierra una alegoría que es, al menos, doble. Las
distintas acciones y actitudes de sus personajes presentan también,
como mínimo, una doble lectura. El espacio prácticamente se reduce
al basural y a la fábrica abandonada, espacios alienantes y donde la
pérdida se enseñorea. El espacio prometido, la lejana Lima hacia la
cual Maruja enfila sus pasos al final de la novela, es apenas una
sospecha y una certidumbre:
«Entonces ella, Maruja, subió a la tapia que avanzaba bordeando el camino, y que moría al pie de los brazos de la ciudad, y a pleno aire avanzó con la dura compañía de esas manos acrecentadas que la jornada le había ido labrando incesantemente (p. 201)».
Maruja se encuentra absolutamente derrotada, sola, desamparada,
vulnerable. También absolutamente sabia, lúcida y fuerte. Es la
dueña de lo más inasible, de lo más incierto: es dueña de su
futuro.
Notas
1Esta
afirmación es inexacta. Los pechos y ojos de Maruja son descritos
en la novela.
2Todas
las citas están tomadas de Buenos Aires: Congrains Martín,
Enrique. No una sino muchas muertes. Embajada Cultural
Peruana, 1957.
3No
es ocioso que el reputado periodista peruano César Hildebrandt
describiera con estas palabras la descripción que de Enrique
Congrains realizara Vargas Llosa en su autobiografía de 1993, El
pez en el agua, que repite casi milimétricamente lo ya escrito
por él en su prólogo a la edición española de No una, sino
muchas muertes: «La cruel descripción que de él hizo Vargas
Llosa en su autobiografía precoz la devolvió Congrains diciéndole
a todo el mundo, la última vez que estuvo en Lima, que para él
quien mejor escribía en el Perú era Gregorio Martínez.
Vargas Llosa lo
pintó, con cuatro crayolazos maestros, como un fenicio chiflado que
lo mismo podía vender pulidores de ollas que novelas y que escribió
desde los cuentos de “Lima, hora cero” hasta la novela breve “No
una sino muchas muertes” con el único propósito de ir de puerta
en puerta ofreciendo su mercadería textual al contado o en cómodas
cuotas mensuales» (Hildebrandt, César. «Dante en los suburbios»,
La Primera, nº 1560, 9 de julio del 2009 [consulta: 1 de
marzo de 2013]
<http://www.diariolaprimeraperu.com/online/columnistas-y-colaboradores/dante-en-los-suburbios_41839.html>.
4A
la propuesta de Luchting yo añado otra, como se puede verse. Otro
tanto valga para las propuestas que siguen a ésta en la cita de
Luchting.
5Debo
esta observación al profesor de la Universitat de València
Francisco Javier Satorre Grau.
Bibliografía
- Ainsa, Fernando. «Un cadáver sobre la espalda», en Mundo Nuevo, Montevideo, 1968, nº 21, pp. 62-67.
- Butler, Judith. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. México: Paidós, 2007.
- Cavarero, Adriana. «Para una teoría de la diferencia sexual», en Debate feminista, México, 1995, nº 12, pp. 152-184 [consulta: 24 de febrero de 2013] <http://www.debatefeminista.com/descargas.php?archivo=paraun817.pdf&id_articulo=817>.
- Coll, Edna. Índice informativo de la novela hispanoamericana. Tomo V / Altiplano. Puerto Rico: Universidad de Puerto Rico, 1992.
- Congrains Martín. No una, sino muchas muertes. Buenos Aires: Embajada Cultural Peruana, 1957.
- —. No una, sino muchas muertes. Barcelona: Planeta, 1975.
- dos Santos Silva, Antonio. «No una, sino muchas muertes», en Revista Letras [en línea], 2010, vol. 16 nº 0 [consulta: 14 de febrero de 2013] <http://ojs.c3sl.ufpr.br/ojs2/index.php/letras/article/view/19821/13055>
- Gnutzmann, Rita: Novela y cuento del siglo XX en el Perú. Murcia: Universidad de Alicante, 2007.
- Güich, José; Susti, Alejandro. Ciudades ocultas. Lima en el cuento peruano moderno. Lima: Universidad de Lima, 2007.
- Gutiérrez, Miguel: La generación del 50: un mundo dividido. Lima: Arteida Editores EIRL, 2008.
- Lewis, Oscar. La cultura de la pobreza. Barcelona: Anagrama, 1972.
- Luchting, Wolfgang. La mujer o la revolución. Análisis de No una, sino muchas muertes de Enrique Congrains M.. Lima: Ecoma, 1974
- Ofogo Nkama, Boniface. La generación del 50 en el Perú (una narrativa plural). Directora: Juana Martínez Gómez. Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filología, 1994.
- Oquendo, Abelardo. Narrativa peruana 1950-1970. Madrid: Alianza, 1973.
- Pedraza Jiménez, Pilar. «Nueva Carne y “remake”. La mujer pantera». En Lectora: revista de dones i textualitat [en línea]. 2010, nº 10. [Consulta: 23 de febrero de 2013]. <http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2227896.pdf>
- Pujante, David. Manual de retórica. Madrid: Castalia, 2003.
- Salazar Bondi, Sebastián. Lima la horrible. Lima: Peisa, 1974.
- Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Buenos Aires, Losada, 1983.
- Shaw, Donald. Nueva narrativa hispanoamericana. Madrid: Cátedra, 1985.
- Vargas Llosa. El pez en el agua. Memorias. Bogotá: Seix Barral, 1993.
- —. Enrique Congrains o la novela salvaje. En Congrains Martín, Enrique. No una, sino muchas muertes. Barcelona: Planeta, 1975.
- Valero Juan, Eva María. Lima en la tradición literaria del Perú. Lleida: Ediciones de la Universitat de Lleida, 2003.
- Vian, Elisa Carolina. «Una mirada desde los márgenes: Lima entre Ribeyro y Congrains». Rassegna Iberistica, 2009, nº 89, pp. 29-42.
- Zavaleta, Carlos Eduardo. El gozo de las letras, ensayos y artículos, 1957-1997. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1997.
No hay comentarios:
Publicar un comentario