1 Introducción
[El papel del intelectual]
es molestar, es meter el
dedo;
meter dos, para tener
una segunda opinión.
(José Pablo Feinmann)
 |
Este es el primer libro de
cuentos que publicó. |
Héctor Lastra (Buenos
Aires, 1943 - 2006) es autor de una serie de cuentos y de dos
novelas
en los que
centra su atención en las relaciones de poder entre clases y
géneros, entre las fuerzas y
poderes políticos
antagónicos de la
Argentina, atendiendo siempre a la denuncia de
la hipocresía y violencia que sustentan estas posiciones y pugnas.
Durante
la
década
de 1960 la
narrativa breve
gozaba
en la Argentina del enorme favor del público (Shua, 2004: 496),
y
el
arranque literario
del escritor es
fulgurante:
el
primer volumen que
publica,
Cuentos
de mármol y hollín
(Buenos
Aires, Falbo, 1965)
agota
rápidamente
sus primeras
ediciones (Mastrángelo, 1975: 149);
al
tiempo aparece
su segundo libro
de cuentos, De
tierra y escapularios
(Buenos
Aires, Galerna, 1969).
Fruto
de este gran comienzo es que un
cuento suyo,
«En
la recova», es adaptado
al cine
junto
a «Un
kilo de oro»
de Rodolfo Walsh,
«Falta
una hora para la sesión»
de Pedro Orgambide
y «El
olvido»
de Mario Benedetti,
en la película de 1974 en blanco y negro Dale
nomás,
del
director
Osías Wilenski (Lorenzo
Alcalá, 1986: 71).
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Después vino
De tierra y escapularios. |
El paratexto que
acompaña las ediciones de sus cuentos y novelas deja constancia
de artículos periodísticos del país y el extranjero que reseñan
laudatoriamente sus obras:
en
la contratapa de la cuarta
edición de Cuentos de
mármol y hollín
aparecen extractos de reseñas de los principales periódicos de
Buenos Aires y La
Plata, además de
uno venezolano.
Esta recepción
crítica y de ventas
favorables para con su
obra cuentística llega a su
punto culminante con la publicación y prohibiciones de su primera
novela, La boca de la
Ballena
(Buenos
Aires, Corregidor, 1973).
De ésta
hubo,
antes y después de la dictadura, distintas ediciones;
antes y durante, distintas medidas de censura: agotadas
las
ediciones de
1973 (López
Casanova, 2000: 204), recibe
en junio de 1974
el tercer premio de la misma
municipalidad de Buenos Aires que
había decidido
prohibirla
y secuestrarla, junto a
otras obras,
en enero de ese mismo año
(Avellaneda, 1986b:
40). Los operativos
policiales de búsqueda y captura no sólo se ceban en los
ejemplares, sino también en los libreros que los venden, quienes son
llevados a dependencias policiales donde son alojados, durante
más de cuarenta y ocho horas (Avellaneda, 1986b:
40), «en calabozos
originalmente reservados para prostitutas» (Müller, 2009: 169).
Después de un breve lapso
de recesión de la censura que pesaba sobre ella y
que permitió lanzar al mercado una nueva edición (Avellaneda,
1986b:
40), el Proceso
vuelve a prohibirla (Manzano, Quevedo y Vargas, 2012: 46).
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Aquí están casi todos
los cuentos de Lastra
en sus versiones
prácticamente definitivas.
|
La versión
prácticamente definitiva de su obra breve aparece en el volumen
Cuentos
(Buenos Aires, Corregidor, 1975)
en el que publica,
con modificaciones, casi todos los relatos
de sus
dos libros previos, además
de añadir otros que habían sido publicados en periódicos.
Algunos de sus cuentos también son publicados en antologías.
Si
al comienzo
de su carrera el
autor opta
por publicar trabajos que gozan de un mercado
más que favorable para su recepción, la
última novela, Fredi
(Buenos Aires, Sudamericana, 1996),
una
obra de fuerte impronta realista y que se sumerge en el
pasado cercano, se edita
en un contexto en el que la crítica académica y el
periodismo cultural
no podían
ser más adversos
hacia estas manifestaciones (Drucaroff, 2011: 57-67).
Su última
creación,
pues, a
pesar de haber sido publicada en una de las más poderosas e
influyentes editoriales argentinas, Sudamericana, es
acogida
casi con
monolítica
indiferencia, y
pronto
pasa
a formar
pilas
en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes.
De
todos modos, y a
pesar del escaso interés que suscita,
Fredi
obtiene en 2001 el segundo premio municipal. La reseña
del acto de entrega que hace un
diario para el que trabaja,
Clarín
(12
de abril de 2001) le
otorga el raro
privilegio
de ser el único autor de la velada veladamente
criticado desde sus páginas
(negritas en el original):
Ana
María Shua ganó el primer premio de novela por su obra La
muerte como efecto secundario,
y Héctor Lastra obtuvo el segundo por Fredi.
Hubo diferencias. Mientras Shua recibió el aplauso de su propia
«hinchada», Lastra debió conformarse con tibias palmadas.
 |
Algunos cuentos aparecieron
en antologías. |
Es en un contexto de férrea censura (Avellaneda, 1986a:
10) en el que Héctor Lastra escribe y publica la mayor parte de su
obra. Su primer volumen, Cuentos de mármol y hollín, aparece
durante el efímero gobierno del radical Arturo Illia marcado por la
proscripción del peronismo y el acoso constante de la ultraderecha.
Cuando se edita De tierra y escapularios ya es una dictadura,
la autodenominada «Revolución Argentina», la que rige el país. En
las postrimerías del gobierno represivo de la peronista Isabelita
aparece La boca de la ballena, objeto de prohibición.
Fredi es publicada en 1996, momento álgido del menemato,
con segunda presidencia del peronista Carlos Menem estrenada el año
anterior, una época en la que un texto realista, con el foco puesto
en la historia reciente de la Argentina, no parecía poder tener
cabida y, en el caso de Fredi, no la tiene.
 |
Apenas sí hay diferencias
con las versiones
de Cuentos. |
La carrera del escritor sufre, pues, importantes
altibajos, desde las notas halagüeñas en los periódicos y las
múltiples reediciones hasta la prohibición, los ataques desde los
medios adictos a la dictadura y el consiguiente paso por el llamado
«exilio interior» (Cymerman, 1993: 525) —un estado que Avellaneda
(1986a: 10) define como de «[condena] al silencio o al
tartamudeo expresivo [para] quienes se quedaron o no pudieron irse»—
y, finalmente, la indiferencia.
Intelectual comprometido con el presente, integra
durante años la mesa directiva de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos y, durante el gobierno de facto, firma petitorios
por la aparición de desaparecidos (Blaustein y Zubieta, 2006: 438).
A pesar del casi omnipresente contexto adverso —más precisamente
contra éste— son varias las declaraciones públicas del escritor
contra la censura o teorizando sobre sus alcances. En entrevista de
1986 (Avellaneda, 1986b: 42), afirma que «desde 1974
aproximadamente los escritores argentinos no hemos dejado de hablar
de la censura» y, especificando los alcances de la misma:
 |
Estas tres antologías
son posteriores a Cuentos,
por lo que, salvo
que aparezcan en otro lado del
que no tenga información,
es donde están recogidas
las versiones definitivas de
"Crónica", "Breico" y "En la recova".
|
[…] La autocensura no existe.
Lo que existe es la censura. Hablar de autocensura es una manera de
ser reaccionario, porque se está atacando al individuo que puede
llegar a tener flaquezas. ¿Por qué no tenerlas? Lo que hay que
atacar de lleno es el mecanismo que engendra la autocensura y que por
sobre todas las cosas engendra eso que llamamos intimidación y miedo
[…] (42-43).
Héctor Lastra, quien no abandona el país durante la
dictadura (Amarouch, 2001: 257), acumula declaraciones sobre este
tema incluso en los años de terrorismo de estado tanto del Proceso
como del último gobierno peronista anterior a éste. Así pues, en
enero de 1976, a meses del golpe y durante los duros coletazos
finales del gobierno de Isabelita, declara en una entrevista (citado
por Avellaneda, 1986a: 133; nota entre corchetes en el
original):
La censura en nuestro país no
recae sobre los problemas del sexo sino sobre obras que cuestionen
con mayor o menor hondura los sistemas de vida y poder, las fuerzas
armadas, el clero y —especialmente en estos momentos— cuando se
trate de una obra como lo era la mía [La boca de la ballena,
prohibida en enero de 1974], profundamente antirreaccionaria y
antigubernamental.
Antes de la llegada de la democracia, en 1981, realiza
estas declaraciones en una entrevista para el suplemento «Cultura y
Nación» del periódico Clarín (citado por Avellaneda,
1986a: 213; nota entre corchetes del original):
[La censura] que azota nuestro
país debe de ser una de las más duras y nocivas. Fundamentalmente
porque es aplicada sin el más mínimo disimulo, con alarde y
soberbia, y con la intención de que se la perciba y sienta a primera
vista. Es la típica censura que actúa a manera de castigo, y, claro
está, a manera de intimidación […].
En la misma
entrevista alude a la nota que la revista Somos
publica en junio de 1978, año del mundial de fútbol en
el país, que bajo el título
«¿Por qué no se lee a estos escritores?» se presenta la tesis sin
antítesis posible de que los escritores a los que se entrevistaba en
la misma no eran leídos porque,
básicamente, se habían
alejado de la tradicción
literaria argentina y se
habían ensimismado. Es el
mismo Avellaneda quien da las claves para evaluar el alcance, la
eficacia censora que podían tener este tipo de comunicaciones, lo
que llama el «discurso de apoyo» a partir de 1960:
Por
fuera del discurso oficial de censura hay otro discurso que lo
acompaña subrayando y ampliando significados o completando a veces
lo que la lengua oficial omite. […] en los considerandos de algunos
decretos se fundamenta la prohibición en una coincidencia evaluativa
con «críticas periodísticas» que han denunciado la inmoralidad
del producto cultural cuestionado (5/8/67).
De hecho, el lenguaje de
algunas críticas coincide sugestivamente con el sentido de
prohibiciones efectuadas inmediatamente después de publicadas
aquellas […] (1986a:
32-34).
Cuando Avellaneda
(1986b:
42) le pregunta de qué manera «la prohibición afectó a su tarea
de escritor», éste explicita que, a pesar de meditar abundantemente
en el tema, no tiene una respuesta, y constata que, influenciado o no
por la censura, la misma marcó un parate en una producción
literaria que, hasta ese momento, avanzaba a un ritmo de un libro
publicado cada cuatro años. En
entrevista posterior (Ingberg, 1996) el escritor comenta acerca de la
paradoja que representaba que la prohibición de La
boca de la ballena
hubiera hecho
aumentar
las ventas de la novela una vez levantada la censura pero, al mismo
tiempo, imposibilitado la reedición de sus cuentos por el miedo de
los editores a que los ejemplares fueran secuestrados.
Como miembro de la SADE está al frente muchos años del
taller literario de cuentos de la asociación, además de formar
parte del jurado de premios literarios de la misma. Durante años
publica reseñas en distintos suplementos culturales de los diarios
Clarín y La Nación de Buenos Aires, inhallables en
una pesquisa en línea.
Fallece solo
en su departamento de Buenos Aires, en 2006,
víctima de un edema pulmonar. Sus restos fueron trasladados desde su
departamento de Retiro, donde fue encontrado
por familiares y amigos, hasta el cementerio de La Recoleta (Muleiro,
2006; «Murió el periodista y escritor Héctor Lastra», La Nación,
2006).
2
Historia y sociedad en
La boca de la
ballena (1973) y
Fredi
(1996)
¡A vos te la
contaron!
¡Yo la viví!
¡Vos no la viviste!
¡No aprendiste nada!
(argumentario
argentino)
 |
La edición de Corregidor
(la que fue secuestrada). |
Tanto en la Argentina como en el resto de Latinoamérica,
en un proceso que comenzó «hacia fines de la década del setenta y
se continúa con creciente intensidad en las décadas siguientes»,
la novela histórica ha ido adquiriendo notoriedad hasta «imponerse
como uno de los modos dominantes de la narrativa que se proyecta
sobre el fin de siglo […]», siendo sus características más
reseñables:
[La] lectura crítica y
desmitificadora que se traduce en una reescritura del pasado encarada
de diverso modo: se problematiza la posibilidad de conocerlo y
reconstruirlo, o se retoma el pasado histórico, documentado,
sancionado y conocido, desde una perspectiva diferente, poniendo en
descubierto mistificaciones y mentiras o, en un movimiento casi
opuesto, se escribe para recuperar los silencios, el lado oculto de
la historia, el secreto que ella calla (Pons: 2000: 97).
La boca de la ballena, publicada en 1973, dejando
de lado unas pocas prolepsis, cuenta una historia que transcurre
veinte años antes, a mediados de los ‘50. Fredi, publicada
en 1996,
se desarrolla en un marco temporal que abarca desde 1961 hasta 1974.
En ambas obras el autor presenta un texto fuertemente desmitificador:
en La boca de la ballena la despiadada desvergüenza de la
oligarquía argentina es presentada como estructural, ya desde sus
gestos fundadores:
el abuelo del protagonista es un prócer que dirigió la
Conquista del Desierto, y cuando se escucha su voz, mediatizada por
un personaje que lo recuerda, expone en toda crudeza su pensamiento:
«[…] para que en este país los obreros no se descarrilen, hay que
apretarles la rienda sin asco, como a las putas» (97).
En Fredi el gesto desmitificador es acaso más arriesgado,
porque la trama entabla inevitablemente un diálogo con la «teoría
de los dos demonios», es decir, la tesis por la cual los defensores
de la dictadura pretenden homologar el terrorismo de estado al
accionar armado de las organizaciones revolucionarias de los ‘70, y
que tiene en las primeras líneas del prólogo del Nunca Más
(Conadep, 1985: 7) una de sus más conspicuas expresiones (negritas
mías):
Durante la década del 70 la
Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto de la
extrema derecha como de la extrema izquierda […]. A los delitos de
los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un
terrorismo infinitamente peor que el combatido […].
 |
Esta edición fue publicada,
ya, en democracia. |
Si es que los «dos demonios» están representados en
Fredi, el de extrema izquierda estaría simbolizado por Beto,
un personaje que «se [avivó] ya de [grandecito]» acerca de «que
las cosas [son] una cagada», y que su indignación es tan grande que
«es capaz de hablar una hora seguida sin escuchar a nadie y sin
importarle quién esté adelante», porque «tiene un embale que a
veces se le vuelve en contra» (148), según palabras de un personaje
que conversa con Fredi acerca de este amigo en común.
Más adelante, en una furibunda discusión entre Fredi y Beto, el
último espeta al protagonista: «[…] ¿o pensás que nos vamos a
dejar seguir patiando [sic] y esplotando [sic] por éstos hasta que
espichemos? […]. Pronto va a haber que animarse a meter plomo a más
de un hijo de puta […]» (193-194). El «demonio» de extrema
derecha tendría su máximo exponente en Lumbrano, un cuadro con
autoridad dentro de una organización de represión ilegal,
presumiblemente la Triple A.
Fredi, al final de la novela, se ve
inmerso en una «peligrosa madriguera en la cual se ha metido en
busca de dinero fácil» (Cruz, 1997: 114),
es decir, de la mano de un personaje siniestro, Masanti, se incorpora
como cuadro menor en la organización de ultraderecha, participando
en pintadas falsamente firmadas por Montoneros con el objetivo de
desprestigiarlos, y en actos de violencia en las que rapan a los
hombres y destrozan la ropa a las mujeres. Fredi, que ya ha tomado
recaudos para asegurarse de que ninguno de los matones con los que
está tratando sepa por qué zona vive, acaba de decidirse a
abandonar la organización parapolicial después de una larguísima
conversación en la que Lumbrano lo lleva a visitar con su coche de
alta cilindrada un centro clandestino de detención y un prostíbulo,
y le relata gozoso el episodio de la violación, a manos de Manguera
Román y delante de su marido y compañeros de militancia, de una
erpia (militante del Ejército Revolucionario del Pueblo)
embarazada de casi ocho meses. Después de asegurarle que ascendiendo
en la organización iba a ganar grandes cantidades de dinero, le
pregunta retóricamente: «Che… ¿Te imaginás…, sabés lo que va
a ser cuando a vos te toque una así?» (434). Explicitando los
planes de su grupo, se exalta:
—Se les acabó la patria socialista, se les terminó el desconche. Que se preparen.
[…]
—Mucho auto a Cuba, mucho ateo, mucho puto. Se hicieron el picnic. Basta.
[…]
—Hasta algunas sotanas van a caer.
[…]
—Se les acabó. Se les encajonó la calle. Y para el pendejerío, los forritos útiles, no va a alcanzar el kerosene.
[…]
—Y agregá a los amigos, macho, y a los amigos de los amigos también (411).
 |
Vale la pena leerla.
Entre otras cosas,
porque vas a discutir
(mucho) con el autor.
Y poco importará tu cercanía
o lejanía ideológica con él.
|
Frente al edificio de una asociación de psicólogos, la
explicitación definitiva del genocidio planeado («Porque nosotros…
nosotros no somos improvisados, patriota…» [432]): «Ni uno…
[…], ni uno tiene que quedar» (437).
Como se ve, la oposición entre Beto y Lumbrano cumple
con la función que Eco (1985: 81) asigna a la novela histórica,
que:
No sólo debe localizar en el
pasado las causas de lo que sucedió después, sino también delinear
el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente hacia la
producción de sus efectos.
El diálogo que plantean Beto, como el «demonio» de
extrema izquierda y Lumbrano como el «demonio» de extrema derecha,
con la «teoría de los dos demonios», está lejos de cerrar el
círculo de significaciones confirmando que, sencillamente, el
terrorismo de las Fuerzas Armadas fue una respuesta a un terrorismo
anterior de extrema izquierda. Cuando Beto habla, mostrándose como
el personaje atolondrado, nada inteligente, lleno de ira e
infinitamente irrealista que es, es una dictadura la que rige en la
Argentina. ¿Cómo podría el «demonio» de extrema izquierda haber
iniciado nada, si el orden democrático ha sido dinamitado por la
extrema derecha?. Y Lumbrano no es simplemente el que responderá con
su propia violencia a la violencia de los otros. Lumbrano es
consciente de lo que hace, tiene un plan, piensa enriquecerse en el interín, y proyecta llevar a cabo un genocidio que cambie
para siempre la fisonomía del país. Mientras que a los psicólogos
los matará a todos, el modelo de hombre ideal de la Argentina es,
para él, el propio Fredi: «No saber leer ni escribir, a veces es un
honor. No lo dudés […]. Sabés qué país sería éste si hubieran
circulado menos libros, menos revistas y menos diaruchos. Pero sabés
qué país» (385).
En las novelas el avance de la historia se muestra
ineludible, innegociable para los personajes, ya que los conflictos
sociales, incluso aunque éstos los ignoren —deliberadamente o no—,
condicionan su devenir vital y los transforman.
Steimberg de Kaplan (1991: 617) lo identifica en el grupo de escritores de los ‘70 que «toma como punto de partida el contexto histórico social para organizar el discurso de ficción». Amarouch (2001: 253), haciéndose eco de trabajos críticos anteriores, lo incorpora al grupo de escritores que «parte del contexto histórico-social para organizar su discurso de ficción», calificándolo de neorrealista. Naula Espinosa (2011: 38) lo sitúa entre los escritores que realizan «crítica social» utilizando «recursos realistas».
En
sus cuentos y sus dos novelas —sobre todo en los primeros— el
escritor fuerza los límites convencionales del realismo, que por
otra parte son en sí mismos difusos,
pero casi nunca cruza la frontera a partir de la cual dejan de
tenerse «recuerdos comunes y […] percepciones comunes» entre el
lector y el autor, es decir, la compartición «[del] mundo tal como
cada uno de los interlocutores sabe que se le manifiesta al
otro» (Sartre, 2003: 108).
La
construcción de un «lector
implícito»
realista (Avellaneda, 2004: 172-175) se lleva a cabo a partir del
cuidadoso registro en el que redacta los parlamentos de sus
personajes, siempre atento a que se correspondan con su nivel de
instrucción o posición social,
en las relaciones de poder y dominación que se construyen entre
éstos, en las referencias espaciales de campo o de ciudad precisas…
Villanueva (171) explica el concepto de «realema», de Itamar Even-Zohar, como: […] el conjunto de elementos, tanto de forma como de contenido, susceptibles de ser clasificados en repertorios específicos de cada cultura, que efectivamente producen realismo literario […]. Estos realemas son constantes en la obra de Lastra, y funcionan en las novelas revelando el mundo a los lectores en el sentido que le daba Sartre (2003: 68-69) a tal actuación, es decir, en el sentido de que:
Toda cosa que se nombra ya no es
completamente la misma […]. Si se nombra la conducta de un
individuo, esta conducta queda de manifiesto ante él; este individuo
se sabe visto al mismo tiempo que se ve […]. O bien insistirá en
su conducta por obstinación y con conocimiento de causa o bien la
abandonará […]. No es posible revelar sin proponerse el cambio.
En
La
boca de la ballena
los realemas relacionados con los acontecimientos históricos
contemporáneos a la trama, fundamentalmente
los numerosos actos de violencia política que precedieron al triunfo
de la «Revolución libertadora», siempre tienen a un personaje que
se retrata a partir de su interactuación con éstos.
Cuando
los personajes de la casa del protagonista se enteran de que la Plaza
de Mayo acaba de ser bombardeada, la reacción de las familiares y
amistades de éste se lamentan de que «el intento de revolución
había fracasado […]. Por consiguiente, también continuaban en
ellas el miedo, el desprecio, la impotencia» (116). En la página
siguiente, sin embargo, la madre y la tía del protagonista le
informan que han demorado días hasta decidirse a contarle que «los
peronistas quemaron las iglesias» (117). Antes,
el oscuro episodio de la quema de la bandera, sucedido después de
una procesión del Corpus y nunca del todo aclarado —peronistas y
antiperonistas se echaban las culpas del hecho, y
todos a comunistas, anarquistas o
masones—,
junto
con
las repercusiones políticas del ultraje, habían
despertado la mayor de las indignaciones en la madre: «¡No puede
ser! ¡Esto es demasiado […] Estoy segura de que a todo este
chusmaje le queda poco tiempo» (115). Cuando
triunfa el golpe la alegría de la madre es desbordante: «¡triunfamos
—clamaba—. Esta vez es cierto, ¿te das cuenta? ¡Triunfamos!»
(228). Esta
alegría no es empañada ni
siquiera cuando
se enteran, a través de un chofer que los conduce de vuelta a San
Isidro después de haber participado en la manifestación saludando
la victoria antiperonista, que el bajo
ha
sido arrasado por un incendio. Antes bien, y frente a la insistencia
irónica «con tono burlón, casi despectivo» (262) del conductor en
llevarlos a disfrutar del espectáculo
de
los bomberos y ambulancias que van y vienen del bajo, la
madre, de
quien no se aclara si sabía o no ya del hecho —no así el cura con
el que la familia tiene relaciones y que participa activamente de la
sedición, quien sí sabe que el bajo ha sido incendiado y ni
siquiera lo comenta (263)—,
sólo muestra impiedad:
le
recuerda, ofendida y alzando la voz, que «nadie deseaba conocer su
opinión» (262). Plotnik
(2003: 155) señala que en La
boca de la ballena
hay una diferencia marcada entre «los opositores del peronismo
quienes personifican la representación teatral, entendida como
sinónimo de hipocresía» y «el pueblo peronista [que] es visto
como auténtico, transparente y espontáneo». Sin embargo, la novela
está lejos de ser maniquea en este sentido. Pedro, como la madre, es
peronista, pero también es un desclasado que mira por encima del
hombro a los villeros como él que están en una situación de mayor
precariedad: de
los pobladores últimos del bajo, los que sólo han podido construir
sus casillas en el terreno más inundable y que inevitablemente se
ven afectados por las crecidas, dice:
—Vas a ver —dijo Pedro al volver al rancho—, igual que el año pasado. Dentro de un rato todos esos negros se nos van a meter bajo las casas.
Por primera vez vi bien el color de su piel, la estrechez de sus sienes, el pronunciado contorno de sus labios casi morados.
—Vas a ver, todos juntos como chivos; hasta tienen el mismo olor (124-125).
El Chino Suárez, un amigo de Pedro, cuando cree que
está a punto de triunfar como cantor, «no [les] daba más pelota
[…]. Ni a los hermanos les daba piola» (178).
Quizás
sea fetón (130;
en
minúsculas en
el original)
o,
como lo nombra cuando el narrador no mediatiza su voz con algún
personaje, «el
muchacho» o
«el amigo de Pedro»,
el personaje del «pueblo peronista»
más marcadamente grotesco, nulo receptor de los adjetivos
«auténtico, transparente y espontáneo». Quizás
está
aquejado por el síndrome de Tourette, el
narrador lo describe así:
[Tiene
una] risa
descarnada y amarillenta […], [está] lleno de tics, de muecas, de
absurdos y sucios gestos […].
Con rara y singular vergüenza me vienen a la memoria
algunas
de sus frases: «Yo las cago a piñas, me rajo un pedo y después las
meo… Y la chaucha se las hago ver de lejos, ¡cualquier día van a
tener ese gusto! La reservo para mi tía, la pobre se juntó con uno
que no sirve» (127).
Fetón
lleva a Pedro y al protagonista a pasear con él en una camionetita,
aprovechando que tiene que hacer un viaje a Buenos Aires. Cuando
llegan a destino, los trabajadores que los reciben no dejan de
burlarse y hacerle bromas pesadas, al
punto de embadurnarle el pelo con grasa (130). A este personaje le
toca interactuar con un realema tomado de la historia, ya que es él
quien muestra a sus pasajeros ocasionales «dos fotos resquebrajadas,
en las que se veía al presidente [Perón] y a una actriz italiana
[Gina Lollobrigida], totalmente desnuda» (129).
Efectivamente,
la foto se distribuyó por esa época, y en líneas generales era
como se la describe en la novela, y el que fetón interactúe con
ella, se
regodee enseñándola: «[…] vamos, digan algo, que estos porrones
no se ven todos los días» (129), hace que tal actuación política,
dentro de una campaña de desprestigio, se
connote, produzca un sentido. La foto no es simplemente la foto, o
la descripción de la foto o, ¿por qué no? es
una foto es una foto es una foto:
es
la foto con la cual se regodea un personaje infame, lo que rebaja a
los creadores de esa foto a la misma condición que su consumidor.
Sartre
(2003: 66-67) nos da una pista para leer significaciones:
[…] Las palabras no son, desde
luego, objetos, sino designaciones de objetos. No se trata, por
supuesto, de saber si agradan o desagradan en sí mismas, sino si
indican correctamente cierta cosa del mundo o cierta noción.
Los
hechos históricos no son pues, mero decorado, sino que sirven al
escritor para retratar —y
opinar acerca de—
la sociedad. En
este sentido, se corresponden con lo que entiende Eco
(1985: 80)
por
novela histórica:
[…]
En
la novela histórica no es necesario que entren en escena personajes
reconocibles desde el punto de vista de la enciclopedia […]. Lo que
hacen los personajes sirven para comprender mejor la historia, lo que
sucedió. Aunque los acontecimientos y los personajes sean
inventados, nos dicen cosas sobre la Italia
de
la época que nunca se nos habían dicho con tanta claridad.
Este
pacto narrativo
narrativo rigurosamente
realista
con
el lector que
construye Lastra en sus novelas
se
desliza también
hacia
un
carácter simbólico y alegórico y,
de todos modos, la
decidida preferencia por el realismo no es óbice para que en algunos
de sus cuentos, especialmente
en
los más descaradamente burlones contra los estamentos de poder,
agudamente
en el caso de tratar a
la curia, el argumento adopte un marcado carácter esperpéntico o
que incursione,
aunque brevemente, en el género fantástico.
Fredi y el adolescente narrador en primera persona de La
boca de la ballena se encuentran ambos inmersos en
acontecimientos decisivos para la historia argentina, cuyo desenlace
es la caída de un gobierno peronista de marcado carácter
autoritario y la posterior instauración de una dictadura. No es este
detalle el único que comparten, ya que ambos, cada uno por una
situación personal bien diferente, se encuentran imposibilitados de
digerir incluso los sucesos más básicos, evidentes de la época en
la que viven.
El adolescente vive en un caserón que pertenece a una
familia patricia venida a menos. La madre ha sido empobrecida por un
hombre que la ha utilizado y abandonado, y vive consumida entre sus
interminables actividades religiosas y la conspiración
antiperonista. El adolescente, por tanto, pasa la mayor parte del
tiempo solo, vagando por los rincones abandonados del caserón o de
la villa miseria que se extiende después de sus muros. No va a la
escuela, nadie se interesa de su futuro. A pesar del compromiso
político de su entorno, y más precisamente contra éste, no conoce
casi qué es el peronismo. Sólo sabe que los antiperonistas son los
parientes y allegados que lo llenan de desazón, lo oprimen y anulan.
Por no saber, no sabe ni qué puede ser la marcha peronista ni quién
es Hugo del Carril, el afamado cantor de tango que la ha grabado.
Por su parte, las causas por las que Fredi desconoce
casi completamente los acontecimientos históricos que modifican su
relación con el mundo se explicitan por la división tripartita de
la novela, que se corresponden a períodos de libertad entre otros de
permanencia entre rejas. A cada salida, la sociedad se le presenta
indescifrable, los cambios son vertiginosos, las relaciones entre las
personas y los valores adoptan facetas irreconocibles según los
cuadros congelados en el tiempo que guarda Fredi en la memoria.
En su elección de los protagonistas anonadados por
acontecimientos que no comprenden, protagonistas que «no sabían
nada», Lastra se muestra dispuesto a escribir desde un lugar
sinuoso, inestable, en el que parece casi imposible no desbarrar. Sus
protagonistas «no sabían nada», pero la forma que «no sabían
nada» parece la única posible, la única que, quizás, no los
encuentra culpables de su propio desconocimiento. Drucaroff (2011) describe las convicciones y lugares comunes de los ‘70:
Como integrantes más niños de la generación de militancia, vivimos intensamente tanto el triunfalismo y la certeza de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina32 como el miedo posterior; vimos desaparecer amigos o parientes, y si algunos de nuestra edad dijeron que «no sabían nada» de lo que estaba pasando (como tantos mayores que ellos), no fue porque estuvieran en la etapa de los juguetes y se los protegiera de ese atroz conocimiento, sino porque —igual que casi todo el resto adulto de la sociedad— cerraron los ojos (61).
[…]
El lugar común de que la sociedad ignoraba entonces lo que estaba pasando es insostenible. No podía ignorarlo. No querer averiguar la descripción o la dimensión precisa de cómo33 estaba ocurriendo no significaba no saber qué ocurría. Esto está demostrado en numerosos testimonios, documentos de época, análisis políticos, y sobre todo por esa dolorosa verdad de las ciencias sociales: ningún genocidio ocurre sin que la compacta mayoría esté de acuerdo con él (222).
El tratamiento del espacio en las novelas sufre un
cambio cualitativo en relación al que realiza en los cuentos. Este
cambio se produce, incluso, a pesar de que el escritor apela a muchas
de las obsesiones que ya había puesto en funcionamiento en su obra
breve. La casa semiderruida en la que pierde horas en soledad un
niño, que ya había utilizado en «El escorpión» (23-27) o en
«Humo» (50-52) (y, con variantes, en otro dos cuentos más), es uno
de los motivos centrales de La boca de la ballena.
Si en los cuentos la construcción de sentido con
respecto a la casona derruida se entrega prácticamente vacía al
lector,
como una piedra basal a partir de la que el lector tiene gran
libertad para asignarle el sentido que le resulte más adecuado, en
La boca de la ballena la casa se construye casi
ineludiblemente como una metáfora de la clase social a la que
pertenece el protagonista y el protagonista mismo, que, como la misma
casa, con sus sótanos inundados en los que flotan las ratas y la
inmundicia, muestran al mundo una fachada apenas aparente,
tambaleante, que muestra la hilacha, pero que no es más que un
gigante con pies de barro: está(n) hundido(s) en la mierda.
Son las iglesias y el «bajo», la villa miseria en la
que el protagonista conoce a Pedro y su familia, los primeros
espacios en los que el escritor apuesta decididamente por
introducirlos a un tiempo histórico, es decir, espacios cambiantes
por la lucha de clases. La boca de la ballena relata la
primera caída de Perón; la historia tiene dos escenarios
delimitados y casi excluyentes de cualquier otro: la casona derruida
y el bajo. La casona es la metáfora de la clase social a la que
pertenece el narrador, está viniéndose abajo no por un
acontecimiento histórico sino por una tragedia personal: el padre
del protagonista es un cazafortunas que ha esquilmado a la madre de
éste y la ha abandonado. En cambio, el bajo es el espacio en el que
el escritor muestra el definitivo triunfo de la conspiración
antiperonista: de ser un conjunto abigarrado de casillas, un
hervidero de familias, queda reducido a cenizas gracias al éxito del
golpe, la ascensión al poder de la dictadura autodenominada
«Revolución Libertadora».
Antes, apenas un anticipo de la incorporación del espacio al devenir
histórico: la familia del narrador se entera, porque se lo han
contado, de que las iglesias han ardido en Buenos Aires.
En Fredi el espacio representado también es un
espacio histórico, es decir, modificado por la lucha de clases. No
es como en La boca de la ballena, en que la pugna entre grupos
sociales se traduce en la destrucción del espacio del otro, sino que
esta pugna se da por la dominación, la apropiación para su uso. Si
al principio de la novela las construcciones alegales de las clases
bajas van ocupando terrenos de la zona de Retiro, a medida que avanza
la historia el equilibrio de fuerzas se invierte, ya que el
asentamiento es reducido para después ser pasto de la especulación
inmobiliaria.
Las sucesivas entradas a la cárcel del protagonista lo
enfrentan con un espacio que siempre ha cambiado, en el que siempre
el devenir económico deja su marca en los negocios que abren, que
cierran o que languidecen, o que pueden anunciarse abiertamente en lo
que respecta a sus actividades, o bien deben invisibilizarse, como el
caso de los bares de coperas a los que la dictadura prohíbe
anunciarse con una luz roja en el frente.
El
escritor declara en una entrevista (Zanetti, 1982: 352) que no sabe
«o quizá no quiera saberlo» cuáles son «los temas constantes que
definen su obra». Sin embargo, la temática que interesa a Héctor
Lastra y
que señala una continuidad en su obra es, precisamente, la que él
sabe que lo pone bajo la lupa del accionar represivo del Estado, es
decir, la
que planta sus
textos
desde
un lugar «antirreaccionario», «antigubernamental» y que
cuestionan los «sistemas
de vida y poder, las fuerzas armadas, el clero»,
como
declaraba
en la
entrevista que
citaba
Avellaneda (1986a:
133). En
este sentido, Sartre
(2003: 120) señalaba que (bastardillas del original):
Si
la sociedad se ve y, sobre todo, se ve vista, hay, por el hecho
mismo, impugnación de los valores establecidos y del régimen: el
escritor le presenta su imagen y la intimida para que acepte esta
imagen o para que cambie. Y, de todas maneras, la sociedad cambia;
pierde el equilibrio que le procuraba la ignorancia, vacila entre la
vergüenza y el cinismo y practica la mala fe;
de este modo, el escritor proporciona a la sociedad una
conciencia inquieta
y, por ello, está en perpetuo antagonismo
con las fuerzas conservadoras que mantienen el equilibrio que él
procura romper.
No
en vano parece ser que el autor explica, en la pequeña
introducción al volumen Cuentos
(8-9),
publicado durante la etapa lúgubre del gobierno de Isabelita y dos
meses antes del más que anunciado golpe de Videla, que:
Cuento y novela (incluso en el
género fantástico) significan para mí una manifestación de
protesta. De nada vale hacerla cuando los opresores y sus séquitos
están casi caídos. Claro, tal vez cuento y novela no sean lo
anteriormente dicho. No importa. Me contento —y en forma— con
darle aunque sea un montoncito de intenciones al lector.
Tanto La boca de la ballena como Fredi
pueden leerse como subversivas fábulas éticas. En ambas novelas las
acciones de los personajes están enmarcadas por acontecimientos
históricos a los que éstos pretenden ignorar pero que acaban
arrastrándolos en su caída.
En definitiva, la obra de Lastra cumple cabalmente la
observación de López Casanova (2000: 183): «Al leer los
textos de los 60-70 como una serie, aparece un elemento común: la
intención de irritar, de provocar».
En este sentido, el escritor afirmaba en 1982 que (todo en redonda en
el orginal): […] una cualidad fundamental en un escritor de su
tiempo es el sentido de la inoportunidad. Ojo, aunque ésta esté
disimulada como en el Quijote (Zanetti: 352-353).
Las obsesiones del escritor, pues, se traslucen como un
todo coherente tanto en su obra cuentística como en la novelística.