domingo, 28 de enero de 2018

Laura Ingalls Wilder: LITTLE HOUSE ON THE PRAIRIE

Lo conseguí en una casa de empeños.
Hace un rato terminé de leer Little House on the Prairie en una versión adaptada por Oxford. Es claro desde el principio por qué este libro ha sido tan inspirador, por qué tantas generaciones han seguido fascinadas las aventuras de la familia Ingalls, tanto en su versión original como, posteriormente, en la serie de TV.

Little House on the Prairie es una novelita de aventuras en la que, al menos en mi versión adaptada, prácticamente en cada capítulo la familia Ingalls se enfrenta a un grave peligro o contrariedad y encuentra la forma de salir bien librada. Al capítulo 6, en el que la familia Ingalls casi acaba diezmada por una epidemia de malaria, le sigue el capítulo 7, en el que las hermanitas reciben in extremis su regalo de Navidad gracias a Mr Edwards, un vecino que cruza a nado un río cercano, en pleno invierno, para poder acercárselos, contándoles que papá Noel le encargó hacerlo porque está ya muy viejito para hacerlo por sí mismo. Bastante antes, habían salido bien librados de una manada de lobos que los acechaban por fuera de la casa a medio construir, sin puertas ni ventanas. Antes y después, las inquietantes y muchas veces indescifrables visitas de los indios de la zona, quienes surgen como oponentes pero que acaban jugando en la historia un papel clave, profundo y nada maniqueo.

La autora es la protagonista de la novela, que no de la aventura (Pa acapara este rol, casi siempre es el que encuentra las soluciones si éstas necesitan de brazos fuertes, corazón ancho y un poquito de astucia o habilidad. Pero su lugar es misterioso, porque es la autoridad indiscutida).

Laura Ingalls, contándose a sí misma en tercera persona, es quien acaba mostrando su alma y sus incógnitas. Su corazón bate con fuerza cada vez que suenan los tambores indios a la noche, y si le preguntan por qué deseaba tan desesperadamente quedarse con un bebé indio que pasaba llevado por su madre durante un éxodo hacia el oeste de las tribus cercanas, apenas puede articular que "sus ojos eran tan negros...", llorar, y no poder siquiera explicarse a sí misma qué había querido decir. Mientras, la Laura Ingalls adulta, la que escribe la historia, no deja de señalar el porte de los indios, su piel perfecta y salvajemente bronceada, su habilidad para dejarse ver sólo cuando se les antoja, el brillo de sus ojos y lo espectacular de sus atuendos, cuando los llevan. En un Estados Unidos donde la segregación manda, el fascinado terror que los indios despiertan en Laura debía sonar a sacrilegio (me encantaría saber si Little House on the Prairie tiene su El somriure dels sants que así, a bote pronto, se me antoja inevitable...).

Me encantaría saber, además, si la elección de Laura Ingalls como protagonista de la novela no tiene toda la intención de que lo inaceptable sea asumible, porque son sólo tonterías de una niña. A saber.

Éste es otro de los libritos adaptados que, si alguna vez lo encuentro en su versión integral, estaré encantado de volver a leerlo.

sábado, 20 de enero de 2018

Ariel Dorfman y Armand Mattelart: PARA LEER AL PATO DONALD. COMUNICACIÓN DE MASA Y COLONIALISMO

Me lo trajo un tío una vez que vino de visita.
En Argentina teníamos la vieja
edición de tapas blancas,
que no sobrevivió a la mudanza internacional.
La encuadernación, espantosa:
ya se resecó el pegamento y se está
partiendo y las hojas despegando
(menos mal que me gusta horrores coser
las páginas de mis libros favoritos
cuando se deterioran).
Espantosa es, además,
la copia de alguna edición anterior
que hicieron para sacar adelante la que conservo:
las imágenes tienen una calidad patética,
y las letras parecen comidas por ratoncitos...












Cuando se estrenó El rey león, en 1994, yo contaba con 20 añitos y con algunas lecturas sencillas, como el Manifiesto comunista, el Diario del Che en Bolivia o Para leer al pato Donald, entre pecho y espalda. Lo que vi en El rey león fue que los poderosos estaban como predestinados tales (gracias, Góngora), que quienes disputar su poder osaban inevitablemente feos, sucios y malos eran (gracias, Yoda), y que cuando los poderosos conservaban o recuperaban su poder todo volvía, milagrosa pero naturalmente, muuuuuuuy naturalmente, a la abundosa normalidad.

El otro día volví a ver El rey león, y lo que vi fue, de lo mismo, un 75%.


El "manual de descolonización" intitulado Para leer al pato Donald es un recontraclásico entre las lecturas que una persona más o menos de izquierda tiene que leer si es latinoamericana. Habla más o menos de las mismas cosas que El currículum oculto, esto es, de cómo la ideología dominante casi no necesita ser explicitada para ensuciar todo lo que toca.
















Dorfman y Mattelart analizan viñetas como éstas:

Aquí, mostrando cómo el reino de la fantasía
no teme chapotear en el barro de la realidad
(para mayor gloria del Tío Sam, por supuesto).

Poco hay que añadir al respecto, pero los autores lo hacen, y con altura.
También analizan la forma en que los nativos (poco importa si son de Papúa, aztecas o árabes de algún desierto indeterminado) se relacionan con los occidentales. Los nativos siempre son buenos en el fondo, les sobran sus recursos naturales y dependientes de que los occidentales los salven a cambio de esos recursos naturales que, en el fondo, no les sirven para nada porque son puros y no dependen del vil metal. Son felices así, respirando.

Las ediciones o reimpresiones argentinas (la mía es de 2005, y las hay al menos hasta 2012, que es la que venden Casa del Libro o la fnac; aunque ediciones anteriores se encuentran más baratas si se busca por ahí) cuentan con un prólogo de Héctor Schmucler que da buena cuenta del escándalo que las fuerzas vivas de distintos países impulsaron contra este libro.

Hay una entrevista en la que Dorfman manifiesta que Para leer al pato Donald "fue escrito en un momento de lucha social en Chile y dentro de una revolución que intentó cambiar todo. Se escribió en diez días, en el calor de la lucha por la supervivencia". Y sí, era el gobierno de Allende, cuando parecía que todo podía cambiar y después llegó Pinochet de la mano de sus aliados yanquis. Así funciona.

Para leer al pato Donald no es, pues, un libro perfecto, ni muchísimo menos. Pero aporta una mirada imprescindible. Con mucho menos talento y seriedad que Dorfman y Mattelart, cualquier hijo de puta neoliberal se transforma en un gurú amado por los medios, así que no jodamos.

sábado, 13 de enero de 2018

La imposible elevación de Maruja, protagonista de No una, sino muchas muertes (Enrique Congrains Martín)

El texto se deconstruye a sí mismo.
Paul de Man

Toda lectura es una resta.
Sonia Mattalia

Fundamentación y objetivos
Mi... tesssssssoro...
(el de la izquierda, primera edición
dedicada por el autor al ¿ignoto? ciudadano español
Enrique Montenegro; la segunda, la de Planeta,
es la del horrendo prólogo de Vargas Llosa).


No una, sino muchas muertes (Buenos Aires: Embajada Cultural Peruana, 1957) narra algunas horas en la vida de Maruja, su protagonista, una joven de dicesisiete años que encabeza una suerte de golpe de estado contra su empleadora, la Vieja, desde sus primeros pensamientos e intuiciones, las distintas decisiones vitales y prácticas que acomete, hasta el posterior fracaso de su plan y, paradójicamente, su victoria, al menos ante sí misma, como persona coherente entre sus deseos, su ética particular y sus acciones, además de llena de fuerza para enfrentar el resto de su vida.

El autor, Enrique Congrains Martín (Lima, 1932 — Cochabamba, 2009), ha declarado en una entrevista de 1971 que:
«quise que mi novela se consagrara al tema de la mujer […]. Maruja es la más inexistente de todas las mujeres que podía ofrecer la realidad peruana que yo descubría entonces […]. Al elegir como protagonista de mi novela a un personaje tan conscientemente opuesto a cualquier prototipo o arquetipo que brindara la realidad, lo que yo hacía en el fondo, era tratar de denunciar la situación de la mujer peruana… y al mismo tiempo burlarme de los patrones femeninos convencionales… y al mismo tiempo quería decir, más o menos, “éstas son las verdaderas posibilidades de realización de una mujer” o “una mujer debe atreverse a todo, a absolutamente todo”» (Luchting, 1974: 33-34).
Desentrañar, o no, si efectivamente Maruja es un personaje «opuesto a cualquier prototipo o arquetipo que brindara la realidad» (esta afirmación es compleja en sí misma, por otra parte, quizás hasta contradictoria), ante la imposibilidad de manejar estudios sociológicos o antropológicos, no es una tarea que pueda resolverse en el presente trabajo.

Maruja es considerada por distintas fuentes como un fascinante y complejo personaje femenino en la literatura peruana. Gnutzmann (2007: 125) afirma de ella que «concentra todas sus fuerzas en la lucha y las palabras clave que la definen son “voluntad”, “iniciativa” y “coraje”». Luchting (1977: 66-67) afirma que «representa una mujer absolutamente imposible en el Perú de aquellos años)» y que es una «heroína» (1974: 7). Vargas Llosa (1975: 12) explicita la calina de su imaginario al sostener que, a Maruja, «una [sic] la adivina (el narrador tiene la malicia de no decir palabra sobre su físico)1 terriblemente bonita». Miguel Gutiérrez (2008: 39) es taxativo cuando afirma que Maruja es «[…] quizás el personaje femenino más fascinante creado por los narradores del 50 […]». Antonio dos Santos (2010: 150) describe a Maruja de esta forma:
[…] una protagonista, que vive en un ambiente estrecho e inhumano, varios de los problemas que afectan al ser humano, principalmente al hombre moderno: angustia frente a sí mismo y frente al mundo, situación dramática entre dos llamadas (la del gregarismo y la de la elección personal), la disposición a darse o a negarse, y la capacidad de crecer desde sí mismo participando de los otros.
La novela narra, también, la historia de un desengaño, de un tránsito interior de su protagonista, desde una posición subordinada y dependiente, hasta la soledad, la independencia y la coherencia. Un tránsito para el cual parece indispensable la más absoluta derrota de sus planes unida al también absoluto desamparo: sin medios de vida, sin botín, sin planes concretos de futuro, herida quizás gravemente, abandonada y abandonando a los hombres con los que se confabuló, pero habiendo «terminado el entrenamiento, la educación de sus manos […] sin desviarse a ningún lado, […] [avanzando] hacia el mundo de barro y cemento que siempre bordeara, observando y midiendo de lejos (p. 196)».2

Así pues, el presente trabajo se centrará en la personalidad y motivaciones de Maruja, su relación con ella misma y con el resto de personajes, incidiendo especialmente en los roles de género que se desprenden de estas relaciones y hasta qué punto son subvertidos, utilizados o víctimas de ellos. También se indicarán algunos elementos simbólicos desarrollados en el texto de Congrains, los cuales están relacionados con los puntos anteriores.

Maruja, mujer macho
Maruja es una menor de edad, tiene diecisiete años. Ha sido repudiada por su madre (p. 21)
:«—“Es bien sufrido haber llegado a la edad ésta, y tener en casa a una muchacha como tú, y ponerse a pensar en lo que una era antes”— decía en momentos de mayor serenidad, alternando con frases más violentas que surgían incontenibles, necesarias, urgentes».



Maruja ha sido abandonada, también, por el negro Manuel, «el primero en arrancarle gemidos durante el amor» (p. 20), el hombre más importante que ha habido en su vida y modelo de conducta y de hombría para ella (Lutching, 1974: 23): «A Manuel no lo agarrarían así» (p. 17) piensa Maruja al comienzo de la novela ante la primera de las humillaciones que sufre Alejandro, el primero de los personajes masculinos en los que ésta intenta apoyarse y transformar para llevar a cabo sus planes, que en ese momento aún no están claros en su mente pero que acabarán en la toma del lavadero de pomos donde trabaja; «—Manuel no le decía a nadie cómo hacía para encontrar y traer a los locos, pero de tanto estar con él terminé sabiendo todos sus secretos» (p. 86) explica a Alejandro, quien se mantiene siempre escéptico ante sus planes. Maruja instruye a Alejandro, escéptico, también, acerca de las posibilidades que tiene éste de enfrentar a su grupo (p. 87):
«—Peleas sobre tu sitio —le sugirió, recordando cómo el negro Manuel, cierto domingo en la playa del Agua Dulce, se mantuvo, con un pie puesto encima de un billete de cincuenta soles, aguantando las arremetidas de un marinero» […].
Cuando planean el asalto al lavadero, Maruja explica la forma de deshacerse de los perros bravos que lo cuidan, método que ha visto llevado a cabo por el negro Manuel (p. 138):


«—Claro —dijo Maruja—. Pero sólo hay una manera de hacerlo: corres con un pañuelo en la mano, como si llevaras algo robado, y entonces los perros, en vez de morderte por atrás, te van a sobrepasar para atacarte de costado. En ese momento te plantas en el sitio que estás y empiezas con la chaveta, dejando que el perro, con el impulso que tiene, mordisquee un poco el aire. Así unas tres o cuatro veces hasta que el perro ya no pueda más. Todo el secreto está en que tú puedas parar más rápido que el perro».

De todos modos, a pesar de que durante la práctica totalidad de la novela Maruja busca un hombre en el cual apoyarse, al cual transformar y con quien mantener una relación simbiótica, equilibrada, al comprobar que ninguno de los hombres con los que se ha relacionado comparte con ella su visión, no duda en seguir su camino en soledad, desdeñando incluso del negro Manuel, a quien despide enmascarándose «detrás de una sonrisa» cerrando su piel, «conservando dentro suyo el fuego», a salvo «su vuelo», «su estatura de metal» (p. 200).

Gnutzmann (p. 124) afirma de Maruja que es «una mujer, más “macho” que los hombres que la rodean y que pretenden dominarla o violarla». Éste es un dato clave para la comprensión del personaje. El narrador explica que Maruja (p. 76):
«Iría tras el grupo [al que pertenece Alejandro] en procura de alcanzar una jerarquía digna y útil, cooperando de igual a igual en la búsqueda de locos, influyendo en las tendencias y propósitos que sostendrían la trabazón interna de esa especie de hermandad apta para el triunfo, y finalmente, decidió ella, sus palabras y actos, en el caso de que su sola presencia resultara insuficiente, servirían para señalar las rutas directas hacia arriba y para eludir los blandos caminos equívocos».
Es cierto que Maruja interactúa con los hombres «jugando en su terreno» hasta el punto de que, efectivamente, llega a ser «una mujer, más “macho”» que los muchachos de la banda que acaba liderando durante unas horas. Esto se presenta claramente cuando desafía a un duelo con chavetas a uno de los líderes que se van imponiendo dentro de la banda, el Michi, quien, pese a haber ganado su posición mediante la violencia, precisamente imponiendo su propia arma sobre el líder anterior, cede sin luchar ante la enorme voluntad desplegada por Maruja durante la escena que ésta lo desafía (pp. 171-172).

El juego permanente con la indeterminación que lleva a cabo Maruja frente al grupo de muchachos se explicita desde su primer encuentro con éstos: Maruja aprovecha la escasa visibilidad del basural para que los muchachos la persigan creyendo que es uno de ellos (p. 108).

Si es cierto que «la mujer no tiene un lenguaje suyo, sino que más bien utiliza el lenguaje del otro» (Cavarero, 1987: 180), Maruja cuando consigue los mayores niveles de concreción de sus objetivos es cuando acierta con más precisión en la elección de sus palabras, ya sea por ubicar su lenguaje en un registro «más “macho”» que el de los personajes masculinos, o bien por decir lo que los hombres esperan que diga Maruja siendo mujer: darles la razón, aceptar sus puntos de vista como los mejores, más razonables, palabras y actitudes que actúan como un bálsamo en sus estados de ánimo.

De este modo, no es sólo mediante el «atributo masculino» de la violencia que Maruja consigue imponer su voluntad. Maruja siempre es consciente de qué es lo que esperan de una mujer los personajes masculinos, y lo utiliza en su favor. Al final de la novela, cuando ya ha comprobado que ninguno de los hombres comparte su proyecto a largo plazo sino que agotan su voluntad en la inmediatez del botín que pueden quitarle al Zambo si es que consiguen cortar su huida, despide a los hombres alagando sus egos, dándoles la razón, presentando como una simple humorada de su parte el haber insistido en que lo único importante era la puesta en marcha del lavadero de pomos propio. Toma el pelo y se quita de encima, de esta forma, primero a Fico (p. 196) y finalmente al negro Manuel (p. 200).

Maruja manipula su condición de «sujeto femenino» frente al grupo de muchachos, a veces ocultando tal condición, con lo que consigue igualarse a los muchachos o evitar ser su víctima o, exacerbándola, colmándola de tópico.

La escena en la cual el grupo de muchachos, cuando recién acaban de conocerla, se convence de violarla en grupo, es ilustrativa de la consciencia de sí misma y de lo que representa que posee Maruja. En cuanto surge la idea, el deseo de violar a Maruja se va haciendo más imperioso en diversos integrantes de la banda. A este deseo, Maruja opone su sangre fría, transformando la segura violación colectiva en una moneda de cambio que ella ofrece a sus captores primero y, después, en un acto anodino, casi burocrático, un acto desligado del deseo sexual o de dominación y que, finalmente, jamás llega a producirse:
«—No —dijo Maruja, trabando a Juan, a Pepe—. Hay una cosa mejor que podríamos hacer. Mejor que hacerle daño a Fico, mejor que ponernos a jugar al fusilico, mucho mejor que las cuarenta libras del loco» (p. 120). […] «—Si la cosa se va al diablo —dijo entonces Maruja—, se desquitan conmigo haciendo ese fusilico que quieren» (p. 124). «—¡Asegúrales a tus compañeros que van a sacar treinta libras, y yo me dejo hacer todo el fusilico que quieran! —vociferó, sintiendo que no arrojaba palabras sino piedras—. ¡Asegura las treinta libras y estamos a tus órdenes! ¡Asegura que cada uno va a sacar treinta libras y yo soy la primera persona en ayudarte!» (p. 130).

No hay que perder de vista, también, que el autor afirma, ya en 1971, que (Luchting, 1974: 39): «Insisto en que Maruja no quiere ser un hombre sino un ser humano “total”. Inevitablemente, esto le hace coincidir con el arquetipo de comportamiento masculino».

Mujer contra mujer
La condición femenina de Maruja funciona casi sistemáticamente como un handicap a la hora de relacionarse y de llevar a cabo sus planes. Como se ha visto, la madre no soporta tener «una muchacha como tú», afirmación cuya resonancia es inequívoca para el lector que sabe que Maruja es activa sexualmente. El ayudante de la Vieja, el Zambo, es gráfico en la escena en que su empleadora despide a Maruja del lavadero (p. 103): «—¡Putitas de mierda que joden el lavadero, ya no, carajo!». El grupo de Alejandro, como se ha visto, ante la desaparición de éste y la ausencia de pago por el loco que arreó hasta el lavadero de la Vieja, toma la decisión de violarla en forma colectiva (p. 118):


«—Para que no creas que nos olvidamos que llevas faldas —dijo El Michi—, te vamos a hacer el fusilico. Vamos a ver cómo quedas después que todos nos pasemos por ahí —y con un afiebrado movimiento de cejas señaló hacia su cuerpo» […].
Cuando Maruja y Alejandro están a punto de consumar la agresión sexual, un loco los descubre fortuitamente y reacciona con violencia ante la desnudez de Maruja, actitud que se contagia al resto de locos y que obliga a la protagonista a escapar sin poder cubrirse. La reacción del loco es sintomática (pp. 69-70):
«—¿Mujer, no? —preguntaba el loco a gritos, más a él mismo, a sus embrollados recuerdos, que a ella—. ¡Mujer! ¡Mujer, acá! ¡Mujer, acá! —estalló, bamboleándose y golpeando ferozmente sus muslos con los puños cerrados, impetuosos en su bajar y subir».

Maruja huye del loco que avanza hacia ella; tiene que saltar una cerca y cae entre los infinitos desperdicios que cubren el basural. Acaba en el cauce del acequión, recuperando la conciencia de sí después de rodar hasta el agua, después de sentir en su cuerpo el «fuerte olor a cosa fermentada» (p. 70) que la basura ha impreso sobre su piel.

Después de este episodio en el cual su condición de mujer la expone, incluso, a ser maltratada por un hombre discapacitado que apenas es dueño de sus actos, Maruja se encuentra sola, desamparada, desnuda, perdida sobre un basural en el cual, por momentos, ni siquiera le es posible hacer pie sin abrasarse por la quemazón interna de los desperdicios. Maruja demora bastante en adquirir consciencia de su propia desnudez (p. 72), en un estado en el que ni siquiera siente dolor por las múltiples laceraciones de la basura sobre su piel (p. 71).

A pesar de que, al tomar consciencia de su desnudez «su búsqueda [de basura útil para cubrirse] se hizo rápida, astuta, fervorosa» (p. 72) no puede evitar que un personaje del basural, el barbón, la descubra e intente atraparla, llamándola primero alegremente y, al comprobar que Maruja era más rápida que él, con «pena y desilución» (p. 73). El barbón la llama siempre con el nombre de «Juanita», sin que llegue a explicarse el motivo de ello.

Una igualdad imposible
La búsqueda del hombre con el cual igualarse lleva a Maruja a relacionarse, sobre todo, con el negro Manuel y con Alejandro. Ambos hombres, profundamente diferentes entre sí, no sólo no llegan a igualarse con Maruja sino que, en realidad, son álter egos opuestos de ella, situación que se refuerza, también, mediante el simbolismo de la oposición de acciones y consecuencias simétricas.

Las personalidades del negro Manuel y Alejandro no pueden ser más disímiles. El primero es un hombre hábil, resoluto y experimentado (p. 43); el segundo, a despecho de las primeras impresiones que ha tenido Maruja, engañada por su desarrollo físico y la violencia con que trata a un loco (pp. 14-15), resulta ser un completo pusilánime. Ambos hombres, sin embargo, comparten el hecho de que sus destinos y acciones son opuestos a los de Maruja:
  • Si el negro Manuel es capaz de pelearse a chavetazos con un marinero, fría y eficientemente, y llenarle los brazos de cortes a cada embestida (p. 88), Maruja acaba con su propio brazo destrozado bajo los dientes de uno de los perros de la Vieja al que consigue matar en un último esfuerzo desesperado durante la toma del lavadero de pomos (pp. 139/141).
  • Si Maruja, dominada por el deseo sexual, que en ella es una de las dos caras de la voluntad, exhibe a Alejandro su vagina entre «sus inconexas piernas» después de dejar caer su falda (p. 69), intentando «guiar su vista hacia lo que rehuía mirar con tanta obstinación» (p. 77), Alejandro le enseña, descaradamente, buscando su compasión, culpándola tácitamente de ello, una herida infamante que, sobre su frente, uno de los compañeros del grupo le ha infligido como una certificación de sus defectos (pp. 77/79).
  • Maruja es coherente entre sus deseos y sus acciones, tanto por actitud como por imposibilidad de no serlo; asume la iniciativa, juega un papel activo, transita de forma casi perfectamente recta el camino que de las acciones llevan hasta la consumación de los deseos hasta que, finalmente, consuma el acto sexual con Alejandro, quien era virgen antes de conocerla (p. 91). Alejandro acomete, espasmódico, distintas gestualidades simbólicas del coito cuando la ansiedad lo sobrepasa: pisa con fuerza el techo de la terraza (la «covachita»), donde Maruja lo ha llevado, hasta hacer un agujero en el mismo (p. 46); agarra una rama y azota el aire (p. 48) hasta dejarla «atravesada sobre la tapia» (p. 49); realiza paseos repetidos, simétricos, en un espacio cerrado (p. 65); se pasa un pomo arrojándolo de mano en mano con movimientos cada vez más amplios (p. 67).
La búsqueda de un hombre igual a ella se presenta, para Maruja, como un imposible. Los hombres huyen, como Alejandro, o se van, como el negro Manuel; ella se queda. Los hombres agotan su voluntad en la inmediatez; Maruja, la alimenta con el futuro.

Simbología
La novela está cargada de simbolismo, el cual se va presentando metódicamente a la mirada del lector.

Si bien es cierto que el texto de Congrains no ha generado una displasia crítica a la altura de otros más ricos simbólicamente —No una, sino muchas muertes no es La metamorfosis—, lo cierto es que encierra en las poco más de doscientas páginas de la edición original una siempre posible lectura doble de cada suceso que presenta al lector. Y esto se cumple incluso a pesar del narrador, intrusivo según varios trabajos críticos (Luchting, 1974; Vargas Llosa, 1975; Shaw, 1981), y del mismo escritor, quien reiteradas veces ha explicado, cuando se lo han preguntado, las historias secretas que pretendió encerrar en su novela.

Resulta cuanto menos curioso que los textos críticos con respecto a la misma adolezcan, en algunos casos, de severas faltas de atención con respecto a este elemento esencial de la historia.

Vargas Llosa, en su prólogo a la edición española de 1975, se muestra ciego a la simbología de la novela, llegando incluso a negarla; Donald Shaw (1981: 190) informa que el texto destaca por la «riqueza de su simbología» pero que «no cabe duda que tal simbología resulta a veces excesivamente obvia y falta de polivalencia»; Lutching (1974: 57), por momentos más analítico y certero, afirma que:
«todos [los símbolos] son siempre muy discretos y funcionan sobre por lo menos dos niveles, como es la naturaleza de un símbolo literario: en el nivel de las circunstancias de la historia que se narra, y en el de sus ecos en la superestructura de la novela».



En este caso tampoco debe perderse de vista que incluso el mismo autor de la novela se muestra dubitativo acerca del valor simbólico de algunos elementos del texto. Así pues, con respecto al que parece ser uno de los más claros símbolos fálicos utilizados en la construcción alegórica del texto, el tubo fluorescente, Enrique Congrains afirma en 1971 que (Luchting, 1974: 43): «hasta donde recuerdo, y hasta donde puedo bucear en mi subconciente, no creo que el tubo fluorescente sea un símbolo fálico […]».

Dejando de lado estos antecedentes, si los dos rasgos de la determinación de Maruja son su voluntad y su deseo («sus antiguos razonamientos y la exigencia de sus más auténticos deseos», según explica el narrador durante la presentación del personaje (p. 11); una «criatura de 17 años, llena de los deseos sexuales que desagota sobre cualquier basural y del ansia de poder que circunscribe a las leyes del mundo que habita: un lavadero de botellas que explota veinte locos dirigidos por una vieja avara» [Ainsa, 1968: 63]), la elección de lo que éste elige describir de su cuerpo e indumentaria, a despecho del inventario de ocurrencias que Vargas Llosa registra en letras de molde en 1975, no puede tener mayor carga simbólica.3

De la vestimenta de Maruja, sólo dos datos nos suministra el narrador: que lleva una «gorrita roja» (p. 9) y una «verde falda» (p. 70). Luchting (1974: 58) se limita sólo a señalar este hecho, comentando que:
«sobre algunos de estos elementos simbólicos sólo podría conjeturar: las dos heridas, por ejemplo, la de Maruja y la de Alejandro;4 el polvo rojo (¿el polvo, rojo por lo demás, que levanta una sublevación?); la gorrita roja (¿es como la gorra frigia de la Revolución Francesa, de aquella precisamente que trajo al poder al burgués?), la falda verde (tanto como esparadrapo de Alejandro cuanto como vestimenta de Maruja) […].
Ambos colores, el rojo y el verde, quizás simbolizan la racionalidad y el deseo de Maruja, por lo que la elección de qué color lleva cada prenda de ropa puede ser intencionada.

El verde simbolizaría el atavismo, los instintos, una cara de la determinación de Maruja. No en vano tiene Maruja una de sus dos «covachitas», donde acaba consumando el acto sexual largamente postergado con Alejandro, en medio del matorral más salvaje. La falda verde de Maruja, del mismo color que el matorral, cubre uno de los motores que alimentan su voluntad, su propio sexo. La identificación con la naturaleza en Maruja la lleva al punto, por ejemplo, de que cuando la embarga «la más pura alegría su boca se inundaba de jugos silvestres» (p. 197).

El rojo simbolizaría las ideas de Maruja, desde que nacen en su mente, aún difusas (la «gorrita roja» de Maruja es nombrada insistentemente, durante varias páginas, mientras ésta va aprehendiendo el plan que se forma en su mente [pp. 59-61]), hasta que culminan en el secuestro del grupo de locos y su desplazamiento hasta la fábrica de ladrillos abandonada, donde el rojo invade el espacio y el aire y se comporta como las llamas de un incendio.

En este sentido, no es ociosa, aunque quizás peque de redundante, que Francisco José Lombardi, en su adaptación al cine rodada en 1983, haya decidido por título el de «Maruja en el infierno».

Tampoco parece ociosa la forma en que Alejandro se interesa por la gorrita de Maruja mientras sopesa sus palabras, la forma en que juguetea con ella, en que introduce un dedo y la hace dar vueltas, hasta que la arroja, nuevamente, sobre las piernas de Maruja.

Cuando Maruja se decide a presentar sus planes aún embrionarios a Alejandro, la primera interacción que realiza con él es quitarse su gorrita roja y entregarla a Alejandro (p. 59). Ordena a Alejandro que se limpie el polvo que lo cubre con su gorrita (acaba de ser humillado por un compañero del grupo, Fico, [pp. 55-59]). Alejandro, sencillamente «hizo girar la gorrita sobre la punta de su índice y luego la dejó caer sobre sus piernas [de Maruja]» (p. 60). Maruja se obstina en que Alejandro se quite la suciedad de encima, mientras sigue explicándose, de modo que vuelve a entregar su gorrita roja a Alejandro, quien, nuevamente, sólo juega con ella, haciéndola girar entre sus dedos (p. 60). Después de un tercer intento, consigue que Alejandro acceda a limpiarse con la gorrita roja, quien: 
«con golpes monótonos, como si el espanto o el deseo pertenecieran al dominio de otra raza, fue sacudiendo su pantalón y su camisa, incorporando al color rojo de la gorrita el persistente polvo del camino» (pp. 60-61).

Por el contexto de esa escena es evidente que Alejandro expone a Maruja su nulo interés en quitarse de encima el polvo que certifica su propia pusilanimidad, lo cual funciona como estrategia para evitar el contacto sexual con ella, ya que Alejandro aún es virgen y la posibilidad de dejar de serlo le produce terror, habida cuenta de sus experiencias negativas en el terreno sexual y su propia cobardía. Pero también, la actitud de Alejandro, funciona simbólicamente de otra manera, bien diferente. Aceptando que el dedo índice es, voluntaria o involuntariamente, un símbolo fálico que el narrador incorpora a la escena, el hecho de que Alejandro introduzca su dedo dentro de la gorrita roja de Maruja, prenda que representa sus planes y su infierno, y juguetee con ella, representaría la poca estima que en los hombres de la novela despiertan los planes de Maruja y Maruja misma. Alejandro se resiste a seguir a Maruja, a comprender sus puntos de vista y a apoyarla. Juguetea con la gorrita roja de Maruja y sólo en última instancia, después de repetidos intentos, accede a limpiarse con ella, y tal acción incorpora a la gorrita el polvo que cubre a Alejandro, ensucia sus planes, los arruina.

Alejandro, pocas páginas después, desaparece de la vida de Maruja (pp. 93-96).

Maruja en el infierno
Como novela de formación que es No una, sino muchas muertes, la evolución de la personalidad de Maruja no es sino un descenso a los infiernos, desde las primeras y difusas intuiciones hasta la culminación de un plan para el que fue necesario una completa desconexión de Maruja de sus sentimientos, su capacidad para la compasión.

Al final de la novela, nada queda de la Maruja de la que el lector sabe, mediante una analepsis, que «permitía que sus amigos la abrazaran sólo por demostrarles su aprecio, su sincera camaradería» (pp. 11-12), que tenía «la costumbre de darse a cualquier amigo que le resultara simpático» primero, y después «elegía aquéllos en los que adivinaba el complemento de alguna forma de cariño hacia ella, y posteriormente hizo lo posible para que al cariño se sumara el mérito de valores especiales en su enamorado» (p. 21) o que «sus propios pensamientos no apuntaban hacia ninguna dirección precisa, a la inversa de la exactitud con que la conducían sus deseos» (p. 19) y que ha sometido la existencia de sus últimos dos años de vida al enriquecimiento de otro, la Vieja (p. 20).

Cuando Maruja, ya sola, independiente y autosuficiente, avanza a la búsqueda de su futuro con la única y «dura compañía de esas manos acrecentadas que la jornada le había ido labrando incesantemente» (p. 201), se ha confirmado como un personaje incapaz para la compasión (contempla indiferente el cadáver degollado de la Vieja; mata a cuchilladas a un perro, hundiendo su chaveta y sus mismas manos en el cuerpo del animal), movido únicamente por su capacidad de tomar decisiones y ser coherente con ellas hasta sus últimas consecuencias. Las reminicencias sartreanas no pueden ser más evidentes en un personaje, como Maruja, que se aferra a sus decisiones para no desaparecer, para quitar de su vida la angustia y la servidumbre que se enseñorean sobre ella al principio de la historia.


Estableciendo, entonces, que Maruja acomete un descenso a los infiernos, el fuego también adquiere carga simbólica. El basural, que es donde empieza la novela y donde Maruja tiene las intuiciones que la llevan a convertirse en una «delincuente» (Ofogo Nkama, 1994: 187), arde profundamente con un fuego que lo consume y lo fermenta, que emerge aquí y allá, humeando y haciendo muchas veces imposible el tránsito sobre los desperdicios. El basural, «efervescente de moscas», es «presa lenta de un fuego triste y reposado» (p. 10). Maruja, llevando una carga de cáscaras de naranja con las que la Vieja alimenta a sus esclavos locos, emergiendo «del humo que cubre gran parte del basural» (p. 9) comprende sobre el basural el sinsentido de su propia existencia al servicio de otros, cuando su compañera de trabajo, Berta, la azuza insistente y futilmente a una carrera sin incentivos, una competición doblemente absurda, por la inutilidad de la acción y porque su resultado es sabido de antemano por Maruja, que se sabe más rápida.

Además de la vestimenta de Maruja, el narrador también describe su cuerpo. Ofrece un dato anecdótico sobre sus ojos (que los tiene achinados) y, sobre sus pechos, ofrece datos funcionales a la construcción del personaje.

Por dos veces el lector recibe información sobre los pechos de Maruja. Primero, al arrimarse ésta al cuerpo de Alejandro (pp. 88-89):
«Se aproximó, hundiendo sus duros senos en el pecho de él, dispuesta a abarcar con palabras las copiosas y nutridas razones que en los últimos años habían proliferado en sus manos impacientes».



No parece necesario explicar las reminiscencias que deben producir en el lector la unión de los adjetivos «copiosas y nutridas» a los «duros senos» de Maruja.

La segunda descripción de los senos de Maruja se desarrolla en una escena en la que la protagonista se halla frente al grupo y el narrador confía a aquéllos, como personaje colectivo, la adjetivación y la alegoría. El grupo ha perseguido a Maruja por el basural, en medio de la humareda que casi no permite distinguir nada, creyendo que en realidad ella era un integrante del grupo (Fico o Alejandro) al que querían prender para castigarlo, porque sospechan que han negociado con impericia con la Vieja por el pago del loco, o bien que están intentando quedarse con el dinero.

Los senos de Maruja se presentan como duros y apuntando hacia adelante, estirando la camiseta que lleva hasta el punto de que parece que la tela está por rasgarse (p. 108):
«El primero de los muchachos llegó jadeando y se detuvo sobre el mismo borde del barranquito, estupefacto al descubrir su rostro y su cuerpo de mujer, y entonces volteó hacia los que venían atrás, como si juntos, deliberando, pudieran encontrar una versión coherente y lógica que explicara cómo Fico y Alejandro, fugitivos y ladrones y traidores, se habían convertido en una muchacha de gorrita roja y sonrientes ojos achinados, y más que ninguna otra cosa, de potentes pechos que brotaban hacia adelante, exigiendo y tensando la blusita que caía sobre su falda».

Los senos duros de Maruja pertenecen, también, a una de las varias oposiciones simbólicas presentes en el texto: lo «blando», identificado con el fracaso y la cobardía, y lo «duro», fundamentalmente la valentía (Luchting, 1974). Luchting señala largamente la oposición «subir»/«bajar» (también «arriba»/«abajo»), siendo «subir» todo lo relacionado con la coherencia y, también, la valentía.

La mujer o la revolución
Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte;
los valientes prueban la muerte sólo una vez.
William Shakespeare

Luchting, en sus extensos trabajos sobre esta novela (1974; 1977), centra su atención en la alegoría que el texto encierra. El crítico alemán sostiene que el mismo funciona como una alegoría de la lucha revolucionaria por la liberación del proletariado. A propósito de esta dimensión interpretativa, tengo que señalar que, en tanto declarada alegoría de la revolución socialista (Luchting, 1977: 69), sus intencionalidades podrían emparentarse con algunos de los principios esgrimidos por el realismo socialista.5 Este hecho es curioso, ya que el escritor era de conocida filiación trotskista (Gnutzmann, 2007: 124).

Congrains no niega esta interpretación, sino todo lo contrario: explica qué simboliza cada uno de los personajes más significativos en su representación alegórica del sistema de producción capitalista y de la lucha de clases (Luchting, 1977: 69):
«WAL: ¿Qué dice de mi interpretación de su novela como una alegoría o parábola del fenómeno de una revolución, sublevación, incluso rebelión “armada”?ECM: Alegoría revolucionaria. Naturalmente sí. Pero, en primer lugar, insisto, mi novela es una alegoría sobre la rebelión de la mujer. Ahora bien, como es inconcebible una rebelión femenina que no transtorne a la sociedad toda, evidentemente estaba planteando la necesidad de enfrentarse al Perú oficial, el Perú de siempre.En mi opinión, Maruja propone el siguiente programa: conquistar los medios de producción. (Naturalmente, como bien lo señala usted, fracasa).En mi novela, Maruja y el grupo de muchachos representan al trabajo; la vieja representa la clase empresarial; el zambo es la burocracia administradora; y los locos son los bienes de capital, los medios de producción, la maquinaria. (Obsérvese a propósito de esto, cómo los locos no juegan ningún papel, cómo son simple decorado, un punto de referencia, un valor económico)».

Para Congrains, entonces, la liberación de la mujer pasa por la liberación sin más apostillas. Vargas Llosa y Luchting no parecen poder evitar la hipérbole al tratar esta cuestión, la del feminismo:

«El libro tiene otros aspectos originales; uno de ellos, que no parece haber sido premeditado, es la naturaleza vaginal de la sociedad ficticia. Pienso que cierto tipo de militantes feministas leerán con simpatía este libro y quizás añadan al variado curriculum vitae de Enrique Congrains el de patricinador avant la lettre de    Women's Lib. Su novela, en efecto, no sólo es un testimonio sobre algo existente, una realidad que todavía lacera el Perú y buena parte del planeta (los enclaves marginales, la sociedad lumpen). También es un mundo soberano, en el que el mundo real se halla, debido a una manipulación infiel de los materiales que le han sido usurpados, a una combinación falaz de los datos reales, negado […]. El auténtico “héroe de la historia es la mujer […]. [Maruja es] Una auténtica liberada, en el sentido que darían a este concepto una Valerie Solanis [sic por Solanas] (la fundadora de SCUM, Society for Cutting Up Men/Sociedad para Castrar a los Hombres) […]» (Vargas Llosa, 1975: 11-12).

«[…] No una… […] es una novela […] que debería de hacer [sic] locas de felicidad cualquier [?] movimiento de liberación femenina. Pues la heroína, una especie de Modesty Bond [?] del subproletariado, es decididamente fuera de lo común» (Luchting, 1974: 31).



Según Congrains (Luchting, 1974: 33/35):
«[…] quise que mi novela se consagrara al tema de la mujer […]. Maruja es la más inexistente de todas las mujeres que podía ofrecer la realidad peruana que yo descubría entonces […]. Lo que yo hacía en el fondo, era tratar de denunciar la situación de la mujer peruana… y al mismo tiempo burlarme de los patrones femeninos convencionales… y al mismo tiempo quería decir, más o menos, “éstas son las verdaderas posibilidades de realización de una mujer” o “una mujer debe atreverse a todo, absolutamente a todo” […]. Lo que hace Maruja es rebelarse contra las limitaciones a que la condenaba su sexo, y alcanzar su verdadera dimensión humana».

En definitiva, Maruja es una suerte de flor de fango/pantano revisitada, subvertida. No pide a ningún cantor que cante a su belleza en medio de la basura o el lodo ni, mucho menos, que se apiade de ella.

Maruja se mantiene incólume en medio del basural. Podía perderse, pero descubrió a tiempo que la única salvación era la coherencia entre sus pensamientos y la acción: «una suerte de peregrinación hacia el santuario de un dios desconocido que por fin se revela como una búsqueda de sí misma» (Shaw, 1981: 190).

Si es cierto, como apuntábamos antes, que el tubo fluorescente representa un símbolo fálico, también puede representar a la propia Maruja (Shaw, 1981: 190). El narrador informa que Maruja toma inspiración del tubo, que le da «una pauta a sus ideas para que, a su vez, supervivieran» (p. 19). La «absurda sobrevivencia» (p. 19) del tubo en medio de un basural donde todo está perdido, roto y, casi siempre, inservible, puede representar a la protagonista, que sabe conservar siempre su muy particular pureza, incluso pagando el precio de que sus planes se vayan al garete (el barbón rompe el tubo fluorescente cuando comienza la debacle [p. 186]).

Conclusión
Maruja en el infierno es una novela con múltiples lecturas. El texto todo encierra una alegoría que es, al menos, doble. Las distintas acciones y actitudes de sus personajes presentan también, como mínimo, una doble lectura. El espacio prácticamente se reduce al basural y a la fábrica abandonada, espacios alienantes y donde la pérdida se enseñorea. El espacio prometido, la lejana Lima hacia la cual Maruja enfila sus pasos al final de la novela, es apenas una sospecha y una certidumbre:
«Entonces ella, Maruja, subió a la tapia que avanzaba bordeando el camino, y que moría al pie de los brazos de la ciudad, y a pleno aire avanzó con la dura compañía de esas manos acrecentadas que la jornada le había ido labrando incesantemente (p. 201)».




Maruja se encuentra absolutamente derrotada, sola, desamparada, vulnerable. También absolutamente sabia, lúcida y fuerte. Es la dueña de lo más inasible, de lo más incierto: es dueña de su futuro.



Notas
1Esta afirmación es inexacta. Los pechos y ojos de Maruja son descritos en la novela.
2Todas las citas están tomadas de Buenos Aires: Congrains Martín, Enrique. No una sino muchas muertes. Embajada Cultural Peruana, 1957.
3No es ocioso que el reputado periodista peruano César Hildebrandt describiera con estas palabras la descripción que de Enrique Congrains realizara Vargas Llosa en su autobiografía de 1993, El pez en el agua, que repite casi milimétricamente lo ya escrito por él en su prólogo a la edición española de No una, sino muchas muertes: «La cruel descripción que de él hizo Vargas Llosa en su autobiografía precoz la devolvió Congrains diciéndole a todo el mundo, la última vez que estuvo en Lima, que para él quien mejor escribía en el Perú era Gregorio Martínez.
Vargas Llosa lo pintó, con cuatro crayolazos maestros, como un fenicio chiflado que lo mismo podía vender pulidores de ollas que novelas y que escribió desde los cuentos de “Lima, hora cero” hasta la novela breve “No una sino muchas muertes” con el único propósito de ir de puerta en puerta ofreciendo su mercadería textual al contado o en cómodas cuotas mensuales» (Hildebrandt, César. «Dante en los suburbios», La Primera, nº 1560, 9 de julio del 2009 [consulta: 1 de marzo de 2013] <http://www.diariolaprimeraperu.com/online/columnistas-y-colaboradores/dante-en-los-suburbios_41839.html>.
4A la propuesta de Luchting yo añado otra, como se puede verse. Otro tanto valga para las propuestas que siguen a ésta en la cita de Luchting.

5Debo esta observación al profesor de la Universitat de València Francisco Javier Satorre Grau.


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