domingo, 13 de noviembre de 2016

Pedro Lipcovich: "EL CASTIGO"


Me lo regalaron.

Ni muerto ni vivo, ¿castigado?


«El castigo» (37-52) es uno de los cuentos que integran la antología de Pedro Lipcovich Unas polillas, ganadora del Premio Fondo Nacional de las Artes y del Premio Internacional del Cuento «Juan Rulfo».
El protagonista, Diego, llega un día de la escuela para comprobar que sus padres y hermana han comenzado a actuar como si él no existiera (39): «Un mediodía, cuando Diego volvió de la escuela, sus padres no se dieron por enterados de su presencia. Él comprendió que ya estaba siendo castigado».
Este «castigo» se prolonga desde este momento de infancia hasta más allá de la muerte de sus padres, que incluso agonizando tienen fuerzas para mantener la punición contra su hijo. Y se extenderá en el tiempo hasta superar la definitiva orfandad del protagonista, quien sólo puede gozar la vuelta a la existencia social durante unos instantes, ante una desconocida que lo trata normalmente hasta que otra persona le informa del «castigo» que Diego debe cumplir.
Diego tiene un temprano arrebato de rebeldía contra el «castigo»: golpea la mesa durante la cena. La hermana no puede evitar dirigirle la mirada, por lo que el padre la toma del brazo y la abofetea (39). Se celebra un funeral sin cuerpo presente después de que, con la complicidad del comisario, se descubre que Diego se ha ahogado y su cuerpo tragado por las aguas de un río (30-40). Diego se comporta como si fuera un fantasma, presenciando conflictos familiares y el paulatino declive físico de sus padres. Cuando cree haberse liberado del «castigo» y sale a la calle, se le ocurre inscribirse en la escuela para acabar su formación. Una empleada lo atiende amablemente hasta que otra la alerta, hablándole al oído. El «castigo», pues, continúa vigente.
En los subterráneos de la evidente alegoría sobre la represión social y paternal que el relato construye, además del influjo de Cortázar que se traduce en algunas intertextualidades más o menos evidentes y, quizás, también el de Quiroga, subyace otra cuyas claves sólo son desentrañables al lector informado de la historia argentina contemporánea, concretamente de la dictadura cívico-militar-eclesiástica autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», así como de algunos de sus más conspicuos discursos, los que aún resuenan en la memoria colectiva argentina.
Piglia (2004) afirma que los cuentos siempre cuentan dos historias. «Unas polillas», si cuenta dos historias, cuenta una primera historia que es diáfana para un lector universal, para el cual la clave para su comprensión reside en lo fantástico entendido como siniestro, algo que ya conoce habiendo leído al Kafka de La metamorfosis; la segunda historia está reservada para argentinos, el lector que tiene, naturalmente, las claves para desovillarla, porque es quien posee el «diccionario» con el cual «colaborar» con el texto de Lipcovich, construir los significados de la segunda historia. En este sentido, «Unas polillas» podría analizarse como una «obra cerrada» con un «Lector Modelo» ubicado en unas coordenadas socioespaciales inequívocas (Eco, 1993). Hayden (1992: 63) afirma que:

«(…) en la medida en que la narrativa histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de significados que por lo demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un producto de allegoresis.»

El cuento de Lipcovich se presta a construir, pues, una lectura alegórica, habida cuenta de que la trama despierta ineludibles resonancias en la memoria de la historia reciente que puede tener un lector argentino o familiarizado con su historia. Y no parece casual que el cuento que inmediatamente le sigue, «Clase magistral» (Lipcovich: 53-60), construye también, desde lo fantástico y siniestro, una alegoría acerca de la «banalidad del mal» (Arendt, 200), con sus ejecutores burocráticos, sin pensamiento, sus víctimas inermes, entregadas agonizantes al síndrome de Estocolmo.
El Teniente General (destituido) Jorge Rafael Videla estuvo al frente de la etapa más sangrienta de la dictadura, donde se acometen las mayores y más numerosas violaciones a los DDHH, y el mayor número de asesinatos (en 1978, apenas dos años después del golpe, el mismo estado argentino reconocía ya la eliminación de 22000 personas). Sin embargo, Videla tenía una virtud que lo destacaba entre sus camaradas: su depurado uso de la lengua, que lo hacía capaz de enfrentar conferencias de prensa y desgranar largas respuestas, más que correctas tanto a nivel gramatical y conceptual, incluso estilístico. Una muestra de la belleza siniestra que Videla dominaba con soltura en su discurso es su definición de la figura del «desaparecido». Así respondía, en la recordada conferencia de prensa de 1979, a un periodista que le consultaba acerca de qué medidas adoptaba o pretendía adoptar el Gobierno para resolver el problema:

«(…) frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento X. Y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido (…). Frente a lo cual no podemos hacer nada (…)».



Las palabras de Videla son un elemento vivo del relato acerca de la dictadura. Todavía sirven para titulares de artículos periodísticos tanto del país como del exterior. «Ni vivo, ni muerto» es el título de una película estrenada en 2002, ambientada en los años de plomo.
Pero el bestiario de citas estremecedoras de la dictadura no sólo se ha nutrido de declaraciones cuyo autor es conocido. También han trascendido otras, las más de las veces bastante cortas, de las cuales no hay constancia de la fuente. Normalmente funcionaban como frases hechas, como latiguillos que debían servir para desaparecer el pensamiento crítico: «algo habrá hecho». El asesinato o la desaparición, incluso de personas concretas de quienes se sabía nombre y apellido estaba justificado porque, sencillamente, «algo habrán hecho».
Diego es, pues, anulado, quitado de la vida por un «castigo» a una falta que nunca se explicita. Ha desaparecido y la vida sigue. Su familia continúa la existencia. Porque Diego «no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido». Oficialmente, después de un apaño legal en el que se ha contado con la complicidad de la policía, Diego ha muerto en el río, que ha tragado su cadáver, en paralelo con una de las prácticas habituales de desaparición de cuerpos de la dictadura, los «vuelos de la muerte», cuando arrojaban vivos y drogados a los secuestrados desde aviones que sobrevolaban el Río de la Plata.
El «castigo» es absoluto e implacable. Diego es castigado por propios y extraños. Diego mismo «comprende que ya ha sido castigado» al llegar a casa en el primer párrafo. Bastan unas pocas palabras dichas al oído, en las últimas líneas, para que una extraña se sume al «castigo». El lector, a quien nunca le informan por qué ha sido castigado Diego, debe rendirse a la evidencia de que algo habrá hecho Diego. Y algo gravísimo, habida cuenta del castigo inconmensurable. Y por eso está condenado a no estar ni muerto ni vivo, a deambular.
Frente a lo cual no puede hacer nada…

Bibliografía:
  • Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 2000.
  • Eco, Humberto. Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona: Lumen, 1993.
  • Lipcovich, Pedro. Unas polillas. Buenos Aires: el cuenco de plata, 2009.
  • Piglia, Ricardo. Tesis sobre el cuento. En: Fernando Brugos (ed). Los escritores y la creación en Hispanoamérica (pp. 547/550). Madrid: Castalia, 2004.
  • White, Hayden. El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona: Paidós, 1992.

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